Escribí este cuento en la primavera de 1975 (es decir, antes del Crimen del Circeo y de la polémica Calvino-Pasolini, por si alguien pudiera suponerlo). Se publicó en La Jornada Semanal aproximadamente diez años después. Si alguien cree que se trata de una parábola sobre el fascismo, puede hacerlo.
Sirva como Aclaración
Me llamo Lorenzo Bocci. Quizá esto ya no le dice nada a nadie; el caso que me llevó a la ergástula está olvidado; los jueces que me condenaron y los periodistas que dieron a conocer la noticia -he de suponer- están muertos. Treinta y nueve años después quedamos mi conciencia y yo. Llevo conmigo la verdad del relato y la tengo que soltar porque tantos años de cárcel, a pesar de los esfuerzos que hice, malhabituaron mi memoria. Llevo todo este tiempo esperando el momento en que nuestra sociedad comprenda qué tan atroz es la verdad cuando se la despoja de toda indumentaria. Ese día no ha llegado, mas desespero, comienzo a sentirme viejo y junto con la libertad llegó el temor de irme a la tumba guardando el secreto. No quiero morir en silencio: Teresa Bertoli es una santa con una pasión y muerte setenta veces más auténticas que las de María Goretti, canonizada por nuestra iglesia.
No sé si quepa aclarar, pues esto traslucirá durante el relato, que ni el tribunal fascista que me condenó, ni quienes me graciaron treinta años después, vislumbraron siquiera una parte de mis conocimientos durante el suceso. Sólo me resta, antes de dar cabida a la historia, maldecir por última vez a aquellos que sin pruebas suficientes me mandaron a la miasma carcelaria.
Quedé huérfano de padre siendo niño aún: él era uno de los obreros que asesinaron cuando los desórdenes de Turín. Nunca me complació la idea de trabajar, así que jamás duraba en un puesto más que pocos meses. Mientras trabajaba de mesero en una cantina donde la humedad y la niebla penetraban más fácilmente que los clientes, conocí a Claudio Grassi, de quien inmediato admiré su capacidad para estimar y proteger sin empacho a quien así él lo decidiera. Parecía un hombre libre. Había escrito algunos poemas, pero al parecer se interesaba más por los robos de segunda o tercera categoría con los que se sustentaba. No fue mucho tiempo después que me invitó a convertirme en su socio. Acepté y comencé a cultivar su amistad y la de otras gentes de los bajos fondos.
Claudio era imaginativo y nos hicimos rápido de algún dinero. Afirmaba que apenas tuviera lo suficiente como para llevar una vida modesta, se establecería y se dedicaría a escribir, pero a menudo le sobrevenían crisis nerviosas, que él trataba de aliviar gastándose la plata. Yo lo seguía como un perro, y empecé a chuparle la extraña manera con que veía las cosas. Es obvio que lo ayudé con la niña Bartoli porque entendía su frustración, la compartía.. Mi carácter en aquella época quería ser demasiado pragmático, pero en los años de encierro llegué a identificarme plenamente con Claudio. Hoy lo considero mi maestro.
Como a los dos años de conocernos lo capturaron robando en la villa de la amante de un funcionario del Partido. Por fortuna yo estaba ocupado en un trabajito de mozo, no participé en el fallido golpe y no toqué la cárcel. No sé bien por qué razones, a los pocos meses salió libre y dispuesto a regenerarse; se empleó como ayudante en una planchaduría y nos veíamos solamente por las noches, cuando -tomando una botella de vino- hacíamos planes ambiciosos y disparatados sobre nuestro futuro.
Una de esas ocasiones me platicó de una niña hermosísima, una jovencita que describía con palabras que me llegaron a sonar excesivamente rastreras. "Es un serafín", me dijo, "y una coqueta". Pronto ella se convirtió en el único tema de su conversación y en el barómetro para medir sus humores. ¿Qué lo ata a ella? -me preguntaba- ¿Por qué Claudio, tan alejado de la vida, tan despreciativo para con su cuerpo, se ha encendido tan de repente?
La joven iba a la planchaduría con asiduidad: que había fiesta en su casa, que convendría teñir de rosado el vestido de su madre, y Claudio no tardó en hacerle conversación y halagarla de mil maneras. Claudio tenía labia, se obsesionaba con facilidad y su mente era de rápidas elucubraciones. Fue un viernes cuando me dio a conocer su plan y me pidió ayuda: era tal su decisión que hacía ya dos meses que rentaba la casa donde pensaba mantenerla. En un principio la idea me pareció francamente absurda: creí que se trataba de un rapto matrimonial, inaceptable por la diferencia de clases. Pero no: era un verdadero secuestro, aunque con consentimiento de la víctima. De seguro la influencia que Claudio ejercía sobre mí se había extendido sobre la muchachita. Usó para convencerme de ayudarlo argumentos burdos y sutiles y casi se echó a llorar. Yo sospechaba que tenía intenciones diferentes, y que más tarde me las revelaría. Demasiado tarde supe que me había equivocado.
La noche del rapto, siguiendo las instrucciones de Claudio, los esperé en el lugar que sería el encierro de Teresa: una recámara en el sótano de la casa, de paredes blancas, amueblada solamente por una cama matrimonial, un tocador con flores grabadas en el espejo y dos mesitas de noche. La única ventana rozaba el techo de la recámara, pero estaba a la altura del suelo exterior y sólo se alcanzaba a observar los arbustos del jardincito. La casa no era pequeña, por lo que supuse que Claudio hacía otra cosa además de ser dependiente de tintorería: de seguro otro tipo de robos servían para el pago de la renta.
Grissi me presentó como su mejor amigo y le explicó a Teresa que tenía que quedarse allí por unos días, ya que por el momento era muy peligroso salir. Yo me quedaría a vivir con ellos y la complacería, hasta donde fuera posible, con todo lo que requiriese. Noté más nervioso a Claudio que a la niña, cuyos ojos glaucos bailaban un poco ansiosos, pero alegres, tratando de adueñarse de cada detalle. Para ella no era más que una excepcional aventura. Para Claudio, era cuestión de volver brillante una vida que ya no le convencía. Teresa tenía trece años, pero aparentaba al menos quince. Nos dormimos casi inmediatamente. Antes del sueño pensé que Claudio la violaría, casi quietamente le diría que no podrá regresar a casa y la mandaría a prostituirse: un tiempo y la capturan, la mandan a un burdel y adiós vida fácil para Claudio. "Bah, si me importara algo en particular, los dejaría en este momento".
Me decía apenas interesado en el devenir de esa historia, pero en realidad estaba metido hasta las narices y me disfracé de nihilista para no chocar con mi propia incoherencia y cobardía.
La mañana siguiente Claudio le tomó las medidas a una Teresa inmóvil, que aún no se daba cuenta de lo que había implicado su decisión de aceptar el secuestro. Luego partió, dejando claro que no volvería hasta la noche. Cociné para la secuestrada y para mí, y tuvimos la primera de las pláticas que iban a trastornar todo mi entendimiento.
-¿No sabes tú qué ropa me comprará? -preguntó- ¿No sabes cuándo podremos irnos a Suiza?
-No sé, la verdad. Hay que tener paciencia, si no, no aguantarás los días de espera.
-Soy paciente, no creas -dijo, reprochando mi velado paternalismo-, pero tengo ganas ya de caminar por las calles de Lucerna o de París, con Claudio al brazo. visitar las tiendas, tomar café. Apenas me lo imagino. Ya sé que hay que esperar a que se calmen mis padres, a que no sea tan dura la vigilancia, para poder cruzar la frontera sin temores.
Visto que no aguantaba la curiosidad, le pregunté las razones para venirse con Claudio.
-Claudio es maravilloso -respondió, levantando los ojos y sonriendo con placidez-, me ha platicado de tantas cosas. Al principio contaba historias cortas, leyendas de su provincia, luego me decía piropos. Un ángel de carnehueso, luciérnaga para los ojos, cosas así. Pronto vio que yo no era feliz, atada a mi familia, con la abuela enferma y tantas preocupaciones que no puedo hacer nada. Claudio me infundió ganas de ver las cosas, vivir, y yo estaba encadenada a mi casa, a mis parientes que me hacen sentirme una niña idiota, que me lo dicen. Eres una nenita, dicen. Tú y Claudio saben que no lo soy ¿verdad?
-Cierto. No lo eres.
-Y con Claudio voy a conocer lo que es el mundo. Voy a tener una vida, así, maravillosa. No va a ser necesario esperar a la mayoría de edad para salir a la calle y sentirme persona, no hacerlo cuando esté amargada, marchita, a lo mejor con hijos. No. Yo dejo que Claudio me abra a la vida.
-Espero que todo salga como quieres -dije en voz baja, sin convicción.
-Yo tengo fe.
-Claudio tiene voluntad -aseguré tratando de salvar cualquier posible malentendido- y todo saldrá de las mil maravillas, seguro. ¿Te gusta la casa?
-Esta bien. ¿De verdad no voy a poder salir?
-No. Y por seguridad ni intentes asomarte a la ventana.
-No lo haré -rió-. Estoy como prisionera ¿verdad?
Claudio regresó cargado de regalos: un vestido rojo, otro con motas azules, zapatos de piel de cocodrilo, una bolsa de mano, medias y ropa interior de seda, una caja completa de maquillaje, libros y pasquines, paquetes de cigarrillos suaves. Teresa lo recibió con un beso. Claudio era su salvador. Mientras tanto yo me preguntaba cómo había conseguido un simple dependiente de tintorería tanto dinero como para esas compras.
-Te convertiré en todo lo que quieras ser.
Salimos por unos segundos para que se cambiara ropas. Acto seguido Claudio se sentó en la cama, junto a ella, la tomó del talle y la condujo, con respeto, al tocador. Dejó que ella tendiera sus frías manitas engarrotadas, pasó voluptuoso, sobre las uñas, el barniz de color rojo encendido, acarició las manos. Posó los dedos sobre su cara vírgen, oprimiéndole por un segundo la mejilla; ella sonrió pero probablemente le dolía. Rellenó las pestañas de rimmel azul prusia, de café y negro oscureció los párpados, prefirió rasurar las pobladas cejas para sustituirlas por dos ténues liniecitas en ángulo obtuso, aplicó maquillaje de cérea textura a sus mejillas demasiado rubicundas, dándole a su rostro una tonalidad albariza. La hizo encender un Muratti y se quedó absorto contemplando su obra.
-He aquí a la mujer del futuro. Conquistarás el mundo. Empiezo a amarte.
Teresa seguía sonriendo, sumisa, maravillada todavía con la extraña señora que la observaba desde el espejo, impresionada al sentir que era de seda la sensación del contacto de su mano con la entrepierna. Estaba aturdida de felicidad y, si en algún momento llegó a tener miedo, éste se desvaneció cuando Claudio le declaró que necesitaba verla igual de hermosa todos los días de su vida.
-Mañana, no sé cómo, pero te vamos a hacer la permanente.
Las siguientes semanas fueron de un esfuerzo constante de Teresa por cumplir con lo que se esperaba de ella. Siembre bien arreglada, fumando con regularidad, perfumada. Claudio nos mantenía a ambos, pero a ella iban los mimos y gran cantidad de vestuario. Yo era sólo el cancerbero. Nunca intentó hacer el amor con ella, la miraba como si fuera un ser de otro mundo. De vez en cuando le daba consejos, y éstos eran la pauta por la que Teresa regía su existencia.
-Para ser bella, para ser mujer -decía Claudio-, tienes que ameritarlo, dar gracias por el hecho de que vives y de que tras de tu seno palpita un corazón tibio y sano. Date cuenta de que te estás creando a tí misma, que yo solamente te guío, de que es tu obligación tratar, con todo el don de tu voluntad, de asemejarte al ideal femenino que te has fijado.
Lo escuchábamos embobados, a sabiendas de que poco a poco se nos estaba volviendo imposible contradecirlo.
Una madrugada me despertó y me llevó a discutir con él a la cocina. Había terminado con todo su capital, no sabía qué hacer; los periódicos y revistas ya casi no tocaban el caso de la niña desaparecida, que intentaron, sin éxito, de equiparar con el rapto del niño Lindbergh, pero Claudio se mostraba pesimista sobre la posibilidad de llevarla al extranjero y aseguraba que era su deseo dejarla ahí, frente al espejo, admirando eternamente su propia belleza. En suma: proponía que yo lo ayudara en el robo de un almacén. Él había ya cobrado y gastado el rescate por el secuestro de Teresa, pero no se había atrevido a confesármelo.
-La amo porque tiene toda su fe puesta en mí ¿entiendes?
Por tanto, volvimos a las andadas. En esos días me dí cuenta de que yo había estado tan encerrado en esa casa como Teresa. Era el apéndice que Claudio dejaba junto a ella. Lo que ahora hacía era como un retorno a la normalidad. No siento remordimiento por aquellos hurtos, siempre he creído que mi vocación es la de ladrón, nunca vi otra alternativa.
Pasado un tiempo, Teresa comprendió cabalmente, muy a su pesar, la prisión absoluta que estaba sufriendo. Creo que no miento si digo que mis conversaciones con ella la salvaron de caer en el abismo de la demencia. Me porté como un competente discípulo de Claudio, empujado por la similitud de la situación de Teresa y la mía. El devenir de la historia demuestra que me entendió y logró posesionarse con amor infinito del papel que le había tocado jugar. Vio que pronto nos fue imposible discernir individualmente, que no éramos más que títeres de una farsa inventada por Claudio. A ella tocaba ser la diosa, la vestal de innumerables atributos, recluída tras las piedras preciosas de su virtud. Es por eso que se equivocó quien dijo que Teresa Bertoli se había resignado. Ese jamás la conoció, porque ella acabó por gozar su vida retirada y falsamente fastuosa. "La soledad me ha salvado de ensuciarme al contacto con el exterior" -decía, fumando con fruición ritual-, "esta casa es Utopía, aquí soy mujer y tengo valor para una persona. Afuera me patearían, me cortarían los cabellos. Lorenzo, acaríciamelos". No comprendí que me había enamorado hasta que me interné definitivamente en las galeras.
Una tarde, sin embargo, me descubrí opinando que no tenía sentido pasar riesgos por algo que no me pertenecía. Por personas que jamás me pertenecerían. Era yo Ariel, aquel genio poderoso trágicamente dominado; cultivaba la flor llamada Teresa Bertoli, pero no tenía idea clara de cuál era la finalidad. Nuestros espíritus habían sido rescatados de una existencia cuyas demandas terrenales eran aborrecibles, pero al costo de nuestro albedrío. Esa noche se me ocurrió preguntarle a Claudio, quizá con demasiada rudeza, cuando iba a desvirgarla. "Me imagino cómo gozaría aquel cuerpecito cálido", le dije. La cara de Grissi se agitó como por convulsión, me llamó mezquino, ruin, babieca. "No acepto críticas de quien no entiende un carajo", exclamó. Yo no dije más.
Poco después fue nuestro asalto a la Marinotti. No parecía tarea difícil, pues ya estaba contratado el comprador de la mercancía que debíamos sustraer. Espantosa fue nuestra sorpresa, segundos después de salir, al encontrarnos con decenas de policías que seguían nuestro automóvil. Cuando nos vimos copados, saltamos del coche y nos arrojamos al Po. El policía que me ayudó a salir se rompió el brazo del esfuerzo. El cadáver de Claudio tardó pocos días en aparecer.
Se me acusa de cobardía por no haber declarado nada sobre la existencia de Teresa Bertoli. Se dijo que yo era parte de una pandilla de tratantes de blancas, que era un agente bolchevique esparcedor de la inmoralidad y el crimen. Teresa Bertoli, en los hechos, me dio la razón. Claudio, ella y yo apañuscamos por unos meses la verdad. No me cupo la menor duda cuando leí en las cróncias que la habían encontrado tendida en el lecho, en cruz sobre los pechos las manos de largas uñas rojas, las facciones deformadas por el maquillaje y el hambre. A su lado, un pequeño festín: naranjas y quesos en estado de descomposición. Era la ofrenda a los dioses: su pasión y la nuestra resumidas en esa imagen. No se pudo comprobar que llegué a conocerla, mas eso no fue motivo para que la sociedad, unánime, eligiera la cadena perpetua.