En busca de otros textos, me encontré con la mayor parte de los manuscritos originales de la serie "¿Sueñan en el amor eléctrico los androides?", que escribí en marzo-abril de 1984 y publiqué en El Dominical, suplemento de El Nacional, entre diciembre de 1991 y enero de 1992.
Los únicos textos faltantes eran los primeros, "La noche de Morel" y "¿Eres tus recuerdos?" que, a mi parecer, es el más ontológico del poemario.
En enero de 2011, mi amigo Raúl Trejo me prestó la colección de El Nacional Dominical donde fueron publicados, así que ahora la serie está completa.
Los textos tenían una introducción, de la que rescato:
"La primera característica del androide es la angustia de la muerte, Ellos no van muriendo paulatinamente (su vida no es, al mismo tiempo, su muerte), sino que viven primero y mueren después: dos momentos escindidos.
El ser humano, en realidad, pasa su vida al tiempo que su muerte, pero la civilización lo ha hecho similar al androide, en su esencia. Aún así, la difuminación de la fecha fatal es buen pretexto para olvidarse -o pretender que se olvida- de la muerte, del olvido.
Lo que hacen los androides en Blade Runner es ser la esencia del hombre. En ese sentido son los verdaderos humanos: asumen la angustia de la existencia. De ahí la paradoja: los verdaderos humanos son simulaciones de humanos..."
La noche de Morel
Si dentro de la noche hay otra noche,
entonces dentro de mi sueño hay otro sueño.
Si podemos guardar la eternidad –su símbolo- en un bolsillo,
¿por qué no podemos guardar un bolsillo –su símbolo- en la eternidad?
Si dentro de la noche hay otra noche,
entonces el sueño que está dentro de mi sueño
¿está en esta noche o en la de adentro?
¿Y en la noche de adentro hay otro sueño?
La labor del enterrador es lúgubre y difícil,
pero más turbia es la del desenterrador;
¿busca algo al escarbar la tierra
o sólo hundirse en la magia del hueco que crea?
Con doble noche hay doble sueño y doble luna,
dos enamorados se besan los pies.
Algunos creen que la segunda luna es la luna del Luna Park,
pero no es cierto.
A veces la noche se abre como una gran oquedad.
Y ahí cabemos todos, hasta los chinos.
Hasta los sueños de los chinos,
y hasta nuestros viejos sueños que se hicieron trizas en el viejo espejo.
Si dentro de esta noche hay otra noche,
entonces dentro de esta pluma hay otro poema,
y nadie lo leerá jamás.
Tus recuerdos
¿Eres tus recuerdos?
Si tus recuerdos son islas en el mar de olvido
¿dónde quedan esos días sin retorno,
las fantasías sin recuerdo?
Eres tus sueños y no los recuerdas
(están hechos de materia inaprensible)
y no estás hecho sino de recuerdos.
Tomas una foto entre tus dedos
¿Quién es ese niño de sonrisa tímida?
¿Eres tú? ¿Es un dibujo retocado?
¿Hay una historia impuesta tras esa foto?
Dejas correr entre tus huellas digitales
ese momento impreciso, la probable fecha.
Dejas correr tu memoria, ese pulsar,
y avanzas con pasos inseguros,
tomando la vida, el amor, los planes,
el enorme movimiento telúrico:
la electricidad de tu ser sobre la tierra.
La ciudad muerta
Streets are fields that never die
Jim Morrison
En los cielos de la ciudad muerta, la mujer manda un beso para toda la eternidad;
megaimagen electrónica, destinada a no morir jamás,
domina –esplendente- los restos famélicos del sueño humano.
La noche duradera abarca las calles, se ciñe sobre los edificios,
clausura ventanas.
Ya no se puede tocar la tierra.
No se puede ver el sol.
Nada queda por hacer sino correr ¿de qué? ¿De quién?
El jinete de la muerte avanza entre la lluvia imparable,
bordea los cafés de chinos,
se adueña de la más templada seguridad.
No hay probabilidad de regreso.
No queda sino emprender la jornada hacia la luminosa medianoche.
Ciegos por el humo, aislados para siempre,
ensordecidos por los gritos agónicos –enorme rictus- de la ciudad.
Los habitantes juegan solitario en esta Babel de los perros de carnaval,
misteriosas cartas, hechas de carne, sangre y excrementos,
pertinaz combinación:
se desplazan las calles, los vehículos, el centro desgarrado,
se recrean –rotos- los sueños apocalípticos de Hollywood, Saigón, Mexico City,
se desmoronan los rostros anegados por el nuevo diluvio,
lejana ya la última nave de cristal.
Los Ángeles de las alas mochas,
tumba de locos e idealistas.
Humus de herrería, cables mellados,
una ciudad de tecnología deshecha, de sueños desechos,
atrapada por la historia,
repetidora insensata de la historia,
sarcófago del diseño industrial,
las fugas de agua y los cortocircuitos son sus estertores.
Se prepara para convertirse en reliquia del diablo.
Ciudad muerta de amor salvaje, de sueños bárbaros:
una daga en su corazón de concreto.
La ciudad es un enorme monumento:
sus calles fueron hechas para durar,
sus edificios, sus plazas, sus estatuas, sus arbotantes
recuerdan que el tiempo de los hombres se puede hacer visible,
que el paso humano deja huella: para eso son piedra y estructura.
Envuelta en la lluvia gentil,
la ciudad se va convirtiendo en reliquia,
en un enorme templo muerto
(por lo pronto ahí se acumulan las heces de la tierra).
Fue hecha para durar.
Pronto Sunset Boulevard será bautizada Calzada de los Muertos.
Y cuando el olvido haya triunfado,
cuando sobre la ciudad vacía, azotada por tolvaneras de detritus
se cierre el último párpado temeroso,
se olviden nombres, amores, proezas,
cuando desaparezca el tiempo,
volverá a pasar la enorme imagen electrónica,
sonreirá –invitante- y le guiñará el ojo al polvo.
Livin' in L.A. 2019
Dulce paralluvias eléctrico, abrázame
en la húmeda noche eterna.
Avanzo por las calles atestadas, bajo una nube de cascajo,
camino entre los que se quedaron
y mis pies se hunden en un fango de plástico.
El ruido de mis pasos queda envuelto por la luz de los faros de niebla.
Noche ámbar que gotea también en mi alma,
como dentro del edificio donde habitan mis íncubos,
los reflejos astillados que me acompañan.
Combatiente sintético de la libertad
Soy un combatiente sintético de la libertad.
Soy una máquina de asalto,
mis huesos dintelados trituran al enemigo.
Soy un soldado dedicado a la conservación de la especie humana.
Contemplo, inclinado, la inmensidad del espacio,
mar desprendido de la destrucción,
donde lo vivo nace cada cinco mil millones de años,
donde morimos a cada segundo;
pienso que un día –desnudo-
me iré borrando, ahogándome en cenizas
mientras un resplandor eléctrico ilumina las constelaciones.
Me quebraré a la velocidad del relámpago.
¿Y qué es la libertad, aborrecible humano, dueño, hermano mío?
Yo no la he conocido.
He combatido por ese elemento oscuro;
la presiento, pero no la he tenido en mis manos;
la lamento, busco en el aire y mi garganta se hace nudo.
A veces creo que la libertad es otra cosa
-me lo susurran las cadenas-
y, pistola en mano, fuerza incontenible reflejada en mis pupilas,
me lanzo a combatir a nombre de la inmortalidad.
Lucho por ese poder ajeno, absoluto,
que se nutre de mi muerte.
Al morir, acudo al llamado que me hace la libertad del amo
y soy libre –en un instante cruel,
cuando todo se aleja, lucecillas inquietas,
y pienso que pronto me convertiré en un ciego hoyo negro
y el mundo, el tiempo entero se deslizarán sobre mi incontenible gravedad-.
Los unicornios de papel
Soy un blade runner.
Soy un matón metropolitano.
De pequeño cazaba mariposas, con los años aprendí a cazar androides,
los retiré de circulación como quien retira un auto viejo.
Nunca he matado a un ser humano
(y por lo tanto me ataca la necesidad de cerciorarme,
de entender que la biomecánica es el diseño del enemigo).
Esas réplicas son versiones perfeccionadas del Modelo T,
y un viejo Modelo T no puede rebelarse, no le asiste el derecho.
Yo mato con desesperación,
quito cuerpos del mundo,
luego respiro con calma;
ya no podrán exhibir la contingencia de nuestro común destino.
En la noche me asaltan los rostros humanos de esas máquinas singulares,
esos rostros cuyo futuro es igual al nuestro, pero más severo.
Y junto a esos rostros pasean –en la terca noche insomne-
elegantes unicornios de papel.
Yo elaboro elegantes unicornios
de papel.
Son una firma (acaso si aprendí a leer),
Son la firma de estas manos, asesinas del tiempo presente,
y, como mis manos mismas, son efímeros,
ah pero qué bonitos.
De mis manos salen, son preguntas que no esperan respuesta,
seguras de que no han de durar.
Sin embargo, vuelan en mis sueños.
Canción de Roy Baty
No recuerdo mi infancia.
No recuerdo mi pequeño cuerpo libre, que crece como protón,
no recuerdo haber sentido un tibio desarreglo,
ni recibí jamás caricia alguna de ser humano.
Y sin embargo yo también quiero regresar al seno materno,
perderme frente a las puertas de Tannhauser,
retoñar en la paloma, darle la espalda al combate:
regresar al Cosmos como un hombre libre.
Fui creado con una duración fija, un plazo ineliminable,
pero no hube de esperar mi hora en una sala antiséptica;
fui con el criminal, con quien me dio la vida (y, con ella, el plazo),
asumí la angustia,
la culpabilidad (esa materia que da forma a lo que los humanos llaman Historia)
y les di mi única respuesta: la programada.
No hay lugar para mi padre en el paraíso biomecánico;
nunca vivió, ni siquiera tuvo tiempo de ser mi esclavo,
de tener su propio instante de terror.
He pasado los años que se me dieron estrangulado por la muerte,
años desolados,
y mi vida, junto a esos años,
se perderá en el tiempo, como lágrimas en la lluvia.
No recuerdo mi infancia,
pero sí recuerdo las naves quemadas en la batalla de los Oriones,
recuerdo el último beso de Priss, aplastada y agonizante,
recuerdo mi odio, mi amor, mi coraje, mi miedo, mi envidia.
Recuerdo que no perduraré.
Más allá del gesto heroico, no tengo destino:
mis autores me dotaron de un dispositivo limitante
y lo he tenido que obedecer.
Moriré del todo. No retoñaré en esta paloma (una réplica, como yo)
que en este momento dejo escapar.
Llegó el instante temido y soñado.
Canción de Rachel
No recuerdo mi infancia:
recuerdo una fotografía de mi infancia,
recuerdo una película que programaron el día de mi creación.
No recuerdo clic alguno, soy casi perfecta.
Soy un buen trabajo en piel.
Las lámparas de Dachau recobran la vida.
“Tú eres tú y tu circunstancia”, me dijo Rick.
Pero mi circunstancia es la imagen de la circunstancia.
Mi circunstancia está muerta.
Pero yo no soy historia: no estoy muerta.
Sólo soy yo y estoy sola
y quiero gozar mi finita estancia en la tierra.
Canción de Rick Deckard
Soy un blade runner.
Soy un hombre sin ilusiones.
El mundo de mi infancia se derrumbó.
Con él, cualquier íntima convicción que pudiera haberme nacido.
Sé –sin embargo- que no he matado jamás a un ser humano
que, por más que lo simule, descubriré al androide con una pregunta justa,
encontraré el encuadre correcto para observarlo,
y podré realizar sin culpas mi trabajo.
Yo no asesino, sólo ajusticio,
aunque diste de la seguridad un tanto cínica del gran Boggie.
Soy miembro de una generación inerte.
Quise garantizar la autenticidad de la especie
y encontré unos ojos bellos como cuchilladas de ciego.
Me enamoré a pesar de mi conciencia,
conocí el amor a través de una réplica genética.
Era prácticamente perfecta, un trabajo esmerado.
Quise expulsar mi amor, recordarle que no era humana,
y la amé más.
Quise albergar en mí el viejo escepticismo
y la amé más.
Quise recordar los indicadores del examen: Rachel era una androide,
y la amé más.
Nunca he matado a un ser humano. Yo mato androides.
Pero un androide me salvó la vida.
Y otro androide me volvió a salvar la vida.
¿Por qué? He tratado de explicármelo.
Nunca un humano me ha salvado la vida.
Del alma humana algo he leído en los viejos textos,
pero no la he visto.
Un androide que murió frente a mí deseaba esa alma,
tomó una paloma y la dejó volar al momento que expiraba:
esa paloma biomecánica era su alma,
la imagen de lo que el androide quiso tener.
Tuvo que contentarse con ese signo
y enfrentarse a la ineludible, continua transformación de las moléculas.
Sólo puede quedarme ahí, y verlo morir
mientras me preguntaba mil preguntas
y esperaba la luz del día.
Todos moriremos. Rachel y yo.
Trataremos, como siempre, de diferir la muerte.
Como nos amamos, nos iremos matando poco a poco.
Yo espero que el proceso sea suave, y dulce
y que imaginemos algo de esperanza.
¿Sueñan en el amor eléctrico los androides?
I
Ven, hermano androide, no te asustes.
deja de llorar ante esa imagen de plástico fundido,
deja de pensar en la noche de la ejecución.
Nuestro sino tiene a la muerte como constante referencia.
Ella es la premonición primera,
su llegada es tan cierta como la aparición del invierno,
es una enorme sombra, certera y perversa.
Ven, hermano androide, estrecha tu cuerpo al mío,
tú que no vas muriendo paulatinamente,
tú que gozas de fecha fatal, ángel guardián,
tú que tu vida no es tu muerte simultánea,
amalgama tu angustia a la mía,
une en un haz tus momentos escindidos,
tu vida controlada, tu muerte irrefutable.
II
¿Cómo olvidarse del olvido? ¿Cómo dejar este cruento olivar
si las hojas caen del almanaque
y anuncian la muerte del próximo día?
La muerte del hombre es vaga, difuminada,
siempre le queda un pretexto,
disfruta de grácil incertidumbre
y su mente escapa fácilmente a las profundidades del mar,
puede bailar, puede escuchar el llanto del viento
y no confundirlo con el propio,
puede soñarse ágil e inmortal:
el universo que se ensancha es suyo
y puede alimentarse de ilusiones.
El hombre ha quemado sus naves y mira al futuro:
aprende a olvidar, es el sobreviviente.
Y el androide se queda solo,
regado de semen que no encontrará óvulo,
maltratado por los soles y la historia,
sin poder empuñar el mañana como un arma.
El androide se acuesta con ojos enrojecidos
y su vida se despelleja como cáscara de cebolla.
Tiene los días contados.
III
El androide busca el amor.
El androide ama primero para morir después.
El androide se revuelca en las llamas de los navíos quemados,
recoge los cartapacios olvidados,
se guarda un pasado, asume lo que los humanos dejaron.
El androide ama para prolongar su tiempo,
renuncia a su condición de ardiente kamikaze,
y es sin embargo la punta de lanza,
la cobaya exploradora embriagada de sake,
el primer visitante del alba.
El amor del androide tiene una liga indisoluble:
quiere regresar al paraíso perdido
pero sabe que no hay tal, sólo la noche acechante
y al inicio un laboratorio,
las manos de un relojero enamorado con la muerte.
El amor del androide es angustiado.
IV
Más allá del mundo de los androides el amor se desvanece:
una colonia de hormigas ensordecidas escapa,
abraza llanuras en tinieblas,
clama por protección en el espacio inmensurable.
Quedan impasibles nubes de neón, disfraces, pedradas,
queda cada célula en guerra civil contra la otra,
la paz de las conciencias se ha retirado a un lugar invisible:
el que no escapa está enrollado en su lava interna,
deviene en excrecencia del tiempo.
Más allá del mundo de los androides sólo hay horror.
V
Los androides han regresado,
toman la estafeta dejada por el hombre:
se besan, se abrazan, aprietan los dientes,
su sangre industrial palpita.
No sueñan en el amor eléctrico, los androides.
Sueñan el amor humano,
sueñan a ese extraño, hermoso monstruo de un pasado inmediato y repudiado,
aman, le ganan tiempo a la vida,
tienen nostalgia por los hijos que nunca tuvieron,
tienen nostalgia por sus antepasados, que no son suyos.
Por eso, como los viejos elefantes, los androides regresan a la tierra,
se instalan en el cementerio de la raza que hoy relevan,
derraman gotas rojas y transparentes.
Esperan –siempre inconformes, siempre rebeldes- su momento.