En el primer capítulo de la magnífica novela La coscienza di Zeno, de Italo Svevo, el protagonista inicia a contar su vida, prodigiosamente banal como la de todos nosotros, con un análisis de su adicción al cigarro, de los distintos métodos con los que intentó dejarla y de todas las cosas de la vida que él relacionaba con su dependencia a la nicotina.
Es hasta esta parte del recuento de mi vida que toco el tema, porque si he de poner fecha de inicio a mi tabaquismo, es en marzo de 1974. Una tarde estábamos comiendo Mapes, Carreto y yo en una trattoria romana y les gorreé el enésimo cigarro. Por primera vez se negaron, y me dijeron que fumaba casi tanto como ellos, pero nunca compraba. Salí a la calle, en la tabaquería compré tres cajetillas: unos Players para Jorge, unos Marlboro rojos para Eduardo y unos Gauloises Circle Bleu (¡Gauloise lights, vaya oximorón!) para mí. Desde entonces he sido buen negocio para las tabacaleras.
Mis padres fumaban mucho. Y fue mi papá quien indujo a mi mamá al vicio, cuando se casaron. Hay que abogar, a favor de él, que pertenece a la generación que se identificaba con Humphrey Bogart, con el eterno cigarrillo colgando del labio, que hacía juego con el ala del sombrero. Era parte del sex-appeal. Cada uno de mis progenitores se fumaba, cuando menos, una cajetilla diaria de Pall Mall sin filtro (creo que todavía no habían inventado el filtro), que cambiaban obligadamente a Raleigh sin filtro cuando no conseguían los Pall Mall, que eran importados.
Cuando yo era muy pequeño, mi papá me llevaba a ver el señor que fumaba. Era un anuncio espectacular en la glorieta de Insurgentes: la figura pintada de un señor elegante tenía una mano mecánica y un cigarro en ella, acercaba la mano a la boca (que era un hoyo en el edificio), lo alejaba y, en ese momento, salía de la boca-túnel un gran aro de humo. Eran tiempos en los que la contaminación no se consideraba problema, tiempos en los que –dictaba el anuncio- México crecía, progresaba y se embellecía con Cementos Tolteca. El bello cemento sustituía los agrestes campos, símbolo de atraso y pobreza. La gran voluta de humo que viajaba por la ciudad a partir de la glorieta de Insurgentes era, en cambio, símbolo de industria y modernidad. Supongo que eso es lo que quería inculcarme mi papá.
De cualquier manera, el humo y los cigarros, pero sobre todo los cerillos, me incomodaron mucho de niño. Y no me atraía probar, a diferencia de varios de mis compañeritos. Mi primer cigarro lo fumé, casi forzado, a instancias de Javier Valle, en Tehuixtla, como a los diez años. Nomás para que no dijeran que era sacatón. Me mareó, me supo horrible y me pareció un asco.
Probé otros pocos en el Augustinian Academy, con resultados menos dramáticos, pero igualmente desagradables. Sin embargo, en uno de mis viajes a México, compré en el aeropuerto unos Tareyton, que consumí parcialmente antes de tirarlos en el aeropuerto de llegada.
Durante mi adolescencia, aunque muchos de mis cuates fumaban, a mí me parecía un poco tonto; más aún, cuando probé la mariguana, que –a diferencia del tabaco- tenía un efecto claramente placentero. Alguna vez había promociones de una nueva marca de cigarro y nos topábamos a bellas edecanes que nos ofrecían cajetillas –recuerdo particularmente unas que encontramos Víctor y yo en la colonia Roma-, que aceptábamos nada más porque venían de ellas. Yo solía regalar la mía a algún cuate fumador. Además, practicaba atletismo y ya bastante esfuerzo hacía sin fumar como para agravarlo.
La primera vez que de verdad se me antojó fumar fue en el viaje a La Mira y Playa Azul. Todos los demás fumaban en esa época (aunque Munguía no daba el golpe) y me causaba cierta envidia verlos a todos disfrutar de su cigarrito en la hamaca, después de haber comido un rico pescado en la playa. Sin embargo, me aguanté el antojo, que fue en aumento conforme pasaron los meses.
La primera vez que pedí un cigarro fue en el auditorio de Economía. Era una discusión del megagrupo de CEA II a la que habíamos forzado a los del Partido Comunista, porque no queríamos hacer la investigación que ellos proponían. Después de mi intervención, sentí que las rodillas me temblaban al sentarme: pedí un cigarro porque pensé que calmaría mis nervios. Dudo que lo haya hecho, pero al menos me entretuvo las manos.
En otra ocasión Irma, mi fugaz novia atleta, me ofreció un cigarro en medio de una discusión personal armada por ella. Me dije, justificatorio: “ella fuma y es campeona nacional de salto de longitud”. Al rato la atmósfera del vocho en el que estábamos se volvió irrespirable –afuera llovía- y pensé: “sí, pero la verdad es que en el atletismo femenino no hay tanta competencia”. En mi casa concluí que actué como Víctor cuando regresó de su visita a la Villa Olímpica y exclamó “¡Voronin fuma!”, con la misma excitación con la que Arquímedes habría gritado “¡Eureka!”. Voronin era un gran gimnasta, medallista de aquellos juegos del 68.
Durante largos meses en Economía fui pasando del que acepta un cigarro, al que gorrea uno al día, después dos y tres y cuatro y cinco. Todavía me mareaban, pero ya era un mareo placentero. En los días de la gira y posteriores gorreaba seis, siete, ocho y nueve. Con los precios de los cigarros en Italia, aquello era prohibitivo para los otros. Así que empecé a comprar.
Primero fueron MS (Monopolio di Stato), luego fueron Stop (en la leve expectativa de que fueran “stop smoking”) y de nuevo MS, en la otra vez que viví en Italia. En México fueron, sucesivamente, Del Prado, Baronet, Commander, Marlboro rojos y luego Marlboro Lights. Todo un proceso de hacerse tonto, bajando el nivel de alquitrán y nicotina de cada cigarro, pero aumentando paulatinamente la cantidad.
Escribe Zeno, de la mano de Svevo: “… me atrapa una duda: que yo quizá haya amado tanto el cigarro para poderle adosar la culpa de mi incapacidad. ¿Quién sabe si dejando de fumar me hubiera yo convertido en el hombre ideal y fuerte que me esperaba? Tal vez fue esta duda la que me ligó a mi vicio, porque es un modo cómodo de vivir el de creerse grande de una grandeza latente”:
A partir de ahí, el personaje habla de sus tribulaciones para dejar de fumar. Escribía la hora y el día en el que se fumaba su “último cigarrillo”, para encontrarse con el papelito meses después, cigarro en mano. Se fijaba fechas con características rimbombantes para dejar de fumar “el día 3 del sexto mes de 1912, a las 24 horas”, pero igual no las cumplía. La neurosis del cigarro lo lleva a pasar a otras neurosis, como la de amar “pedazos de mujer”, y a contarnos su vida de una manera profunda, triste y muy amena.
A diferencia de Zeno, yo he intentado dejar el cigarro pocas veces, conformándome con la frase de Mark Twain, quien decía que hacerlo era muy fácil, tanto que él lo dejaba como veinte veces al día. Pero vale la pena relatar las veces que he intentado.
La primera fue la más exitosa, y no se debió a ninguna fuerza de voluntad. En 1984 me dio hepatitis, contagiada por mi hijo, y no sólo no se me antojaba fumar, sino que me parecía grotesco hacerlo en la cama que compartíamos. Rayo se curó, me quedé solo, chupando hartas paletas mientras leía la biografía de Stalin escrita por Isaac Deutscher, y se me fueron yendo las ganas. En los últimos días de mi enfermedad, mi padre solía visitarme, platicábamos y él encendía un cigarro, que fumaba con deleite. Se me antojaba cada vez más. Hasta que un día le pedí uno. Puso una cara de verdadera pena, y me dijo que le acongojaba mucho “haberme heredado el vicio”, me dijo que no, insistí, accedió y volví a fumar.
La segunda consistió en poner en un tarro el dinero que nos gastaríamos mi primera esposa y yo en cigarros. Iba funcionando muy bien hasta que un día de diciembre, camino a España, pasamos por Génova, allí donde la carretera es una sucesión interminable de túneles y puentes entre acantilados y el auto no puede parar. Nuestro hijo Camilo, que apenas tenía un año, vomitó. No podíamos detenernos (no había cuneta) ni abrir las ventanas (por el frío y por las tremendas ráfagas de viento en los puentes, que mecían el auto). Cuando por fin terminó el paso y llegamos a un paradero, no sólo hicimos limpieza. También compramos cigarros.
La tercera fue con los chicles de nicotina, que saben horrible. Iba yo muy bien hasta que me invitaron a una “reunión de expertos” que analizarían el futuro del país a partir de un cuestionario amplísimo. Ahí estaba yo entre intelectuales, políticos y big shots –en la banca de atrás, Carlos Slim- y que una guapa edecán me ofrece un Commander. Híjole, cómo decirle que no. Creo que los psicoanalistas pueden encontrar un patrón, que va desde las edecanes pagadas que me daban la cajetilla, pasa por Irma en el Vocho y continúa con esta otra edecán.
La cuarta quiso ser de güevos, pero terminó con un pequeño choque en el Periférico, camino a Xochimilco, con Taide y los niños. Mis nervios me traicionaron.
¿Puedo decir que estoy en la quinta? Durante la redacción de este capítulo me he fumado dos cigarros, pero con una boquilla anti-nicotina que supuestamente me permitirá sufrir menos el día en que decida dejar de fumar. Ese método le está funcionando a Taide, que no fuma desde hace más de cuatro meses. Por lo pronto, he de admitir que cuando se acabó la dotación y volví a fumar sin boquilla, sentí la garganta carrasposa. Pero la verdad me pregunto, como Zeno, si superar el tabaquismo es tarea de personas superiores. Aunque, a diferencia de él, es un tema que no me obsesiona. Por eso este no es el Capítulo I.