lunes, enero 22, 2007
Diez novelas en lengua alemana
viernes, enero 19, 2007
Desiderio y el Unicornio
“-Come chocolates, muchacha,
¡Come chocolates!
Mira que no hay metafísica en el mundo como los chocolates
Mira que todas las religiones enseñan menos que la confitería
¡Come, sucia muchacha, come!
¡Si yo pudiese comer chocolate con la misma verdad con que tú los comes!
Pero yo pienso, y al arrancar el papel de plata, que es de estaño,
Echo por tierra todo, la vida misma.”
Álvaro de Campos
I
Hay ocasiones en que le viene a uno la taimada gana de estarse solito en la cafetería de Radio Universidad, sorbiéndose el tiempo. Por tal afán de soledad, me había molestado la presencia de un anciano que, sentado frente a mí, bebía su café a lentos sorbos y profundos pensamientos. A menudo elevaba el rostro y me miraba fijamente con sus ojos azules, arrugados y vidriosos. Preferí no prestarle atención y traté de concentrarme en el magro bistec con papas que habían servido. No me fue posible: en esos ojos como que se adivinaba el conocimiento del arcano, y no es mi costumbre andar respondiendo a provocaciones.
Finalmente, tras varios cortos resoplidos, mientras su café parecía eternizarse a media taza, el hombre inclinó sus ojos de papiro, arrugados y vidriosos, para clavarlos rápidamente en mí, prohibiendo a mi sistema digestivo dar justa cuenta de la comida. Un poco sacado de onda, me dediqué a observar –como se afirma que los arqueros zen observan la nada- el viejo y raído traje del extraño comensal, ambos deslavados por el tiempo. De repente, el anciano se irguió y me preguntó con voz sonora:
-¿Sabe usted dónde puedo hallar mi personalidad?
-Perdone -contesté, fingiendo estar absorto, quizá pensando en arqueros japoneses-, no le oí bien.
-Sí. Me llamo Desiderio Longotoma y he perdido mi personalidad. ¿Sabe usted dónde puedo hallarla? Sin duda lo recompensaré.
Preferí no pensarlo mucho, así que corté un pedazo de mi bistecito y se lo entregué, declarando: “He aquí su personalidad, señor Longotoma”.
El anciano me agradeció repetidas veces el regalo, metiendo el trozo de carne en el bolsillo derecho de su saco. Del izquierdo extrajo una increíblemente grande y doblada hoja de selva. Me la entregó a manera de recompensa y se quedó callado por interminables segundo. Luego dijo:
-Esa gigantesca y verde hoja me la ha mandado Juan Emar desde los confines de Etiopía.
-¿Juan Emar, el escritor?
-El mismo. Sin duda usted estudia letras.
-No precisamente. Una vez leí un cuento de él.
-Pues ya que lo conoce, déjeme platicarle de Juan. Él anda por los confines de Etiopía en busca del fruto encarnado del árbol del cuerno del unicornio, ese animal juguetón y precioso que sólo por aquellas tierras habita, cuya instintiva timidez se hace patente cuando es visto por un ser humano. El unicornio no puede soportar que los hombres lo vean, entonces se volatiliza y deja clavado su cuerno en la tierra. Del cuerno crece un árbol magnífico, que regala al planeta un fruto encarnado, cuya hermosura ha sido cantada por los juglares de varias literaturas. El Árbol de la Quietud. Si una persona muerde este fruto, previamente remojado en leche, su cuerpo adquirirá una constitución marfílea, más bella y duradera que la de aquellos ángeles destructores de los corazones de jóvenes doncellas medievales. Así lo cuentan los códices vikingos, la famosa exploración perdida del emperador Baldo VI. Los códices afirman que estas maravillosas estatuas llegan a ser de tal manera sobrehumanas, que quien las admira no puede volver la vista al mundo, de tan horrendo. Pero, míreme aquí mi estimado, yo sé que esto último no es más que torpe mitología bárbara. Juan Emar viajó a los confines de Etiopía, cuando era joven, y dice que las hojas del unicornio son más róseas que la vid toscana en primavera, y aquel fruto encarnado que Juan recogió, envolviéndolo y guardándolo con sumo cuidado, lo pude ver en Valparaíso, donde lo conocí y donde habíamos conocido, también, a Camila, una doncella en flor, muchacha excepcional, aunque algo boba. Recuerdo la cara de Camila cuando, encantada ya, puso cara de delicia al morder el fruto remojado en leche. Al poco rato quedó convertida en estatua de marfil, lista para ser desvestida por Emar; esto lo vi con los ojos hoy cansados que lo ven a usted en este momento, joven amigo...
No sé por qué no me largué tras escuchar esa perorata, que tenía tonos de rompecabezas senil. Tal vez porque aún no me traían la cuenta. Tal vez porque la historia absurda, penetraba mi cerebro como con filo de diamante. En el momento en el que la mesera me trajo el papelito, un poco grasiento, Desiderio Longotoma paró en seco su mojiganga y me invitó a su casa. Lo siguiente que recuerdo es que estaba con él en un camión de segunda. Todos los pasajeros observaban furtivamente a Don Desiderio, a los ojos de arcano, entintados de locura y de unicornios. Lo veían toser con estruendo y ritmo, rehuían de los ojos vidriosos cuando éstos lanzaban miradas de recelo, se quedaban alelados viendo cómo el viejo jugaba con sus dedos apergaminados, retorciéndolos todos. Durante el trayecto me dijo que era cubano y que se había venido a refugiar a México poco después del triunfo de la revolución de Fidel.
Después de bajarnos, con las ropas estrujadas, del vetusto camión, subimos una colinita de casas tristes, con árboles recién desramados y montañas de basura en cada esquina. En esa misma calle estaba la casa de Don Desiderio. Una vivienda de una recámara, un baño mínimo y una cocineta. En el cuarto principal se guardaban varias reliquias: una cabecera de latón, hecha por el hojalatero Zoilo Castañón, jabao de gran fama en la provincia de Oriente, una antigua silla de dentista, regalo de un general Stittner (chileno), el daguerrotipo de una joven tipo indígena sudamericana, vestida como la Virgen María, con un corazón de oro en su pecho izquierdo, el seno derecho al aire, colgando de sus ropas, medallones y billetes: era Camila, la santa protectora de ese hogar. De una viga que cruzaba el techo pendían los regalos que había obtenido Longotoma en su búsqueda de personalidad. Me señaló, efusivo, el molar de vaca que le regaló Juan Emar. Ahora ahí tendría que colgar, hasta pudrirse, mi triste pedazo de bistec universitario. Cuando Desiderio comentó que, como todo mundo espera un espejo en el otro, lo que regalan es en realidad su propia personalidad. Me sentí molesto al verme identificado con un cacho de carne.
Tomé asiento, el viejo tomó aire y continuó a discurrir, con un vaso de Seven-Up en la mano, al que trataba como si fuera whisky en las rocas.
Más de quince años llevaba Juan Emar en los confines de Etiopía, en su afanosa búsqueda de unicornios y de sus frutos. Longotoma no descartaba la posibilidad de que hubiera sucumbido, víctima de hambrientos caníbales, pero la consideraba como muy remota. Más tarde, explicó que Juan Emar había muerto ya en una ocasión –de propia mano, a puñaladas-, presenciado –en disfraz o escondido- su propio funeral y colocado sobre sus restos, a perpetuidad, el marmóreo y torneado cuerpo de Camila. Según el cubano, Emar, como todo artista que se respete, sufría de esquizofrenia sangrienta, y el desdoblamiento de su personalidad llegó a tal grado que, literalmente, se partió en dos: el hombre pequeño y burocrático, siempre friolento y el Emar verdadero, prolífico autor, lleno de aventuras y de imaginación, que tuvo que matar al otro para sobrevivir.
-¿No me está cotorreando, Don Desiderio? –pregunté, en busca de la respuesta que obtuve.
-En estos días es difícil notar la delgada línea que divide realidad y fantasía.
El hombre entonces calló. Me miraba a los ojos con insistencia. Existía una contradicción, pensé en ese momento, entre mis ojos comunes y breves y los azules y profundos (con un dejo apenas perceptible de rencor) de Longotoma. Alcé la vista y descubrí al anciano escupiendo en la bacinilla de bronce que estaba junto a su poltrona. En cuanto me vio, esbozó una sonrisa y me ofreció café. Intenté levantarme para ayudarlo, pero él, entre tosidos, hizo un ademán para evitar mi ofrecimiento.
-Siéntese como en su casa –dijo, enraizándome al sillón.
Me dediqué a contemplar todos los objetos que atiborraban la casa. ¿Qué me decían? Que aquel hombre los coleccionaba como muletas para caminar. Don Desiderio me parecía débil precisamente por esa fuerza que emanaba de sus ojos y que no podía provenir del balance y el asentamiento de la persona, sino que parecía ofrecida de afuera, por un mago o por un dios salvaje, que no entendía que la sabiduría se aprende a flor de piel. Falsa fuerza, que tenía que ser sostenida por cosas o por ensueños. De todas maneras, con tantos objetos en la estancia, daba la impresión de que no se podía haber aburrido en la vida..
De regreso, con una taza humeante en cada mano, Desiderio Longotoma me miró extrañado: probablemente yo hacía lo mismo con demasiada fijeza. Le pregunté sobre sus negocios y situación económica actuales, aduciendo que no podía comprenderlos debido a la rareza misma de la habitación. En realidad, el olor a humedad delataba pobreza.
El viejo empezó a dibujar círculos concéntricos en el aire. Cuando llegó al centro comenzó a relatar que estudió estomatología, en la Universidad de La Habana, dedicándose a la “investigación dentaria”: su meta era comprobar que los dientes de leche que tienen los niños, son efectivamente resultado de la leche materna convertida en marfil a partir de una reacción química especial, pero su benefactor el General Stittner terminó retirándole su apoyo y dedicándose a la política. Entonces fue que Longotoma viajó a Chile, donde se sacó la lotería “era tan rico que hasta mayordomo tenía”. También intentó el camino de la meditación, en un monasterio dominicano, pero el calor excesivo se lo impidió. Más tarde, “latinoamericanista convencido”, llevó a cabo “investigaciones para el desarrollo de nuestros pueblos”. Economía: industrializar la idiotez de la mayoría de los políticos del continente, o la energía que gastamos en chismes. Pero llegó a la conclusión de que la ciencia está aún demasiado atrasada. “Aburrido, me dediqué a fumar, sintiéndome aristócrata” –remató- “pero el doctor me lo ha prohibido. Ahora vivo de milagro. De puritita esperanza, como dirían ustedes los mexicanos”.
Se creó ese lapso de silencio que parece una cajita en la que se encierra todo el universo y que pudiéramos guardar en el bolsillo si nuestro espanto no fuese superior a nuestras posibilidades. Lo dediqué a observar perdidamente el café siempre interminable del arrugado anfitrión y a escuchar la tormenta estilo Mansión de Usher que se había desatado afuera, de esas que son tan comunes y tiernamente devastadoras en el grisáceo verano capitalino.
De pronto se escucharon tres golpes sordos en la aldaba.
-Tres golpes sordos. Ha llegado Juan Emar –exclamó Desiderio y se acercó al portón.
Diez segundos después, una voz extraña:
-Qué distinto pareces, qué cambiado –y apareció Emar sonriente, enseñando enorme bolsa de yute-. Luego de mil infortunios y noches en vela he conseguido lo prometido.
Arremangándose la camisa de franela, Emar entró como Juan por su casa, colocó sobre el pandeado lecho de la cama de Longotoma la bolsa llena de frutos del unicornio, puso a un lado su mochila y se sentó en el suelo, observando todo con deleite, recorriendo con la vista toda la casa, hasta llegar a mí. Cuando me vio, dudó un segundo en darse cuenta de que yo era una visita, no un adorno. Longotoma exhibía una larga sonrisa cristalina y azul pálido, sin atreverse a proferir palabra.
-¿Cuáles son sus conocimientos de química? –me inquirió Emar.
-Ninguno, señor.
-Lástima –se dirigió entonces a Longotoma-; creí, Desiderio, que durante estos quince años nuestros espíritus se habían fundido, siendo que se originaron del mismo árbol y son velados por la misma santa; que el molar de vaca te hablaba en noches insomnes, que habías leído mi mente y me recibirías acompañado por un químico.
-Es lo más cercano que pude traer. Estudiante universitario.
-¿Y para qué necesita el químico, señor Emar? –me atreví a importunar.
-Para analizar el fruto encarnado, claro está. ¿Cuál es el objeto que usted donó? –bailaban, atiborrados, los ojos de Emar en la recámara- ¿El retrato de Stalin con marco de malaquita, la ranita de piedra, el macetón rojo, la falsa moneda africana con incrustaciones obscenas?
A manera de respuesta saqué de la chamarra el haz de la lobulada hoja de selva e hice señas a Longotoma, quien acabó por mostrar mi pedazo de carne entomatada.
-Ah. Mucho gusto. Soy Juan Emar. Escritor.
-... y ávido cazador de frutos encarnados del árbol del unicornio –terció Longotoma.
-Lalo Acevedo, estudiante de derecho.
-Desiderio, –se volteó Emar hacia él- espero hayas guardado con bien las hermosas raíces fasciculares que hace tres años envié.
-Están en el cofrecito de encino, bajo tres llaves, Juanito, junto al payaso de merengue que me regaló mi primera novia, allá en Holguín.
-Bien, –se acomodó los guangos pantalones grises Emar- tenemos un tesoro de doble filo en las manos. Puede ser un poderoso veneno o un fruto más benefactor que el ácido ribonucléico, dador de vida.
Entendí en ese instante que Emar compartía el lenguaje barroco de Longotoma.
-Los podrías vender a una corporación filantrópica, o a un instituto de investigación científica –sugirió Desiderio.
-Los científicos no tienen idea de cómo están las cosas. Según ellos, el cuerno volutado del unicornio rosa no es más que un diente de nerval. Las corporaciones filantrópicas son un invento perverso. Y yo quiero hacer el bien. Quiero revivir el mito de Pigmaleón. Si el cuerno del unicornio ha servido tradicionalmente para curar los envenenamientos –es dato histórico que el emperador Carlos V saldó cuantiosa deuda con dos de ellos-, su fruto no puede ser sólo el causante de una bella muerte. Tú, Desiderio, la llamabas “ataraxia al grado ene factorial”; me temo que sea la nada. El germen de la curación debe estar en el propio fruto, tal vez si se le remojara en otro líquido. Y lo que quiero, la razón por la que he pasado tantos años en los confines de Etiopía es encontrar la manera de desobjetivizar las cosas. En el fruto encarnado se encuentra, de seguro, la esencia de Afrodita Virgen. Los signos son inequívocos y las virtudes, obviamente mágicas. Está en todas las culturas. ¿O no fueron monstruos los corceles para los indoamericanos? ¿Y abracadabra-patas-de-cabra, a que patas se puede referir, sino a las del unicornio? ¿Y la cola de león, no lo emparenta, acaso, con la Esfinge? El color del fruto es pasional; su belleza es arquetípica. Si lo remojamos en el líquido correcto –tal vez en el que nada en la placenta materna- puede ser que llegue a dar vida a las estatuas, pero hoy día las placentas se las llevan las compañías de cosméticos para hacer estatuas de las madres. No pienso cejar.
-¿Entonces piensa devolverle la vida a Camila? –pregunté.
-Qué extraña idea. No. He pensado en la Venus de Milo, pero no quiero imaginarme su sufrimiento al descubrirse manca. En el taxi, camino a esta casa, he descubierto una mujer grandiosa: le dicen la Diana Cazadora. Pienso darle el manjar mágico para que Afrodita la colme de bendiciones y le comunique la vida. Al fin que Diana y Afrodita son parientes.
Mi estómago empezó a gruñir, así que invité a los extraños señores para que fuéramos a gozar de un libidinoso caldo a la norteña en una fonda que conozco. No aceptaron, aduciendo estar demasiado cansados y tener muchas cosas que platicarse. Me despedí de ellos, no sin antes haberles dejado apuntado, en una tarjetita, mi número de teléfono.
En el camino, imaginé el enorme desperdicio de posibilidades eróticas que implicaría no utilizar el maravilloso fruto de la manera conocida. Solté de inmediato un breve ataque de moralina y consideré que el método positivista era el adecuado para abordar el asunto. Me había excitado como cónsul libertino la idea de penetrar una mujer que paulatinamente se va despojando de sí misma, en lento deshacer, cuyas luces se van desvaneciendo, que se petrifica en mis manos, hasta volverse cosa. Nunca me sentí más a gusto que con aquella enamoradita cerril que no abría boca, a la que asustaba yo con las fantasmales visiones del día en que se suicidara: venas cortadas en la tina del baño, se funde en sus manos el pequeño corazón de oro que está asiendo, mientras piensa en mí.
II
A los tres días de aquel encuentro, recibí llamada de Desiderio Longotoma, quien me citó en una cantina en las calles de Bolívar, subrayándome el hecho de que iría solo, ya que Juan Emar le estaba dando “dolores de cabeza lindantes en la jaqueca”. Aborrezco el Metro y llovía bíblicamente, así que tuve a bien invitar a mi amigo y vecino Edmundo, dueño de destartalado Mercedes, ex alumno de la Facultad de Ciencias Políticas, a la que había entrado convencido de que le iban a enseñar tácticas de guerrilla, pero que actualmente era incipiente alumno de cinematografía y asistente de producción de un filme de Tito Davison. Durante el camino le expliqué, a grandes rasgos, la fantástica historia y le previne sobre la costumbre de Don Desiderio de preguntar por su personalidad extraviada, así que cuando el viejo le pidió hallar su personalidad, mi amigo sacó de la cartera, como por milagro, una fotografía a colores de Federico Fellini. Longotoma respondió con un botón, que para muestra, y ofreció pagar las cervezas.
Entre una espumosa y otra, supimos que Emar había salido a San Juan de Aragón, el extremo opuesto de la ciudad, en busca de un químico amigo suyo quien, según Longotoma, llevaba varios años de muerto.
-Me vi precisado a dejarlo –nos dijo-, Juan sigue empecinado en encontrar la fórmula para dar vida a las estatuas. Ahora piensa en la Diana Cazadora; más tarde pensará en Medusa. Sus ojos se vuelven de dragón cuando le propongo retroceder y buscar formas más rentables de cristalizar su esfuerzo de quince años en la selva.
Nos pidió que le ayudáramos a encontrar alguna forma para anular a Emar; ya estaba reconstruyendo, por empirismos, el olvidado laboratorio de Longotoma. A Don Desiderio no se ocurría manera alguna de utilizar productivamente los frutos fascinantes. Sacó uno de su manga, lo remojó en la cerveza y se lo dio a un gato que se nos acercó. Luego de que el gato mordió el fruto, su pelambre emblanqueció y se fue haciendo fina, hasta que él mismo quedó, ante nuestros ojos, convertido en una irreconstruible madeja de estambre.
Edmundo, un tipo fácilmente excitable por el alcohol, se mostraba muy entusiasmado y dijo que era necesario tomar cuantos frutos del Árbol de la Quietud nos fuera posible y usarlos de la manera más segura. Nos propuso un trato que, según dijo, nos traería placeres estéticos y físicos, así como una buena cantidad de dinero. El tenía conectes en el mundo de la publicidad, y sabía que en aquellos días se acababa de firmar un contrato muy jugoso con una empresa gringa que lanzaba al mercado un nuevo jabón en forma de líquido espumoso color fresa. Un “jabón de cuerpo”. Los de la empresa gringa querían que sus comerciales compitieran directamente con Camay, de la Procter & Gamble. Edmundo propondría una serie bajo el rubro “cuerpo de marfil”, que comprarían para derrotar al “cutis de porcelana” de Camay.
-Muy fácil, -dijo- yo los filmo. Primero la muchacha picada de viruela o acné, se lava con el jabón Granmarca, corte, le damos la fruta del unicornio y filmamos los primeros momentos de su transformación, corte, un primer plano a sus facciones embelesadas, corte, y cuando queda convertida en estatua, entonces un plano americano. La podemos poner sobre una tarima giratoria. ¡Aquí está la lana que necesito para producir mi propia película!
-Veo que la nueva generación bohemia está entendiendo la necesidad de gongorizar lo trivial, que es la misma santa razón que hace felices a las hembras de los poderosos –exclamó Longotoma con entusiasmo-. Vale más ser cola de león a cabeza de ratón o centro de perro –remató, para luego despedirse con un efusivo abrazo.
Al parecer, un pacto estaba hecho.
De la cantina, me fui con Edmundo a su casa. Ahí continuamos con la libación de cerveza y con la animada plática, esta vez subsidiada por el buenazo de Rod Stewart. Edmundo me enseñó un catálogo alemán de principios de siglo, “de cuando entendían el arte de la fotografía”. Olga Desmond y Adolph Salge, recubiertos de un maquillaje que los asemejaba al mármol pulido, recreaban estatuas de helado orgullo, que otorgaban envoltura a la inocente y constante de su raza y que no podíamos dejar un segundo de contemplar.
-Quien quita y también les dieron Unicornio –comentó Edmundo, alzando el bote de Tecate para brindar con el poster de Omar Shariff disfrazado de Ché Guevara-. Creo en la Imagen. La imagen derrota a la realidad: este es el verdadero Ché, y Tony Aguilar es el verdadero Zapata. A través del rimel de María Bonita se ve mejor la existencia, como dijo el Negrito Poeta.
Apenas me estaba dando cuenta de que el alcohol había penetrado, veloz e incisivo, en el cerebro de Edmundo, cuando él se soltó a hablar de su film imposible, Una Película de Mierda, cuyo tema contrastaba con los lánguidos violines que acompañaban a Stewart y con la pureza de los humanos-estatua que furtiva, casi pecaminosamente observábamos con el rabillo del ojo. Escenas absurdas y fecales: el villano del Oeste amarra a la muchacha a los rieles de la ferrovía; ésta, con grandes esfuerzos, desgarrando a dentelladas vestido y cuerdas, logra zafarse apenas a tiempo para que el tren le pese encima cuando ella está distendida entre las vías. Corte y un pasajero gordito se mete en el baño del tren. Corte, pasa el tren y la muchacha está ilesa, con una línea de caca que la atraviesa simétricamente. Corte, ahora es whisky con Coca-cola lo que está en la mano de Edmundo, segura sólo después de un cierto número de tragos. Corte, un hippie trata infructuosamente de cagar en el mar, la ola se lo lleva siempre y le impide pujar. Esto se filma con cámara submarina, que acabará enmierdada cuando el hippie logre su propósito. Corte, y el hippie se rehúsa a hacer el amor con una francesa, arguyendo que las axilas de la mujer huelen a cocina jamaiquina. Corte y la francesa, bien bañadita, enseña como trofeo una zanahoria con la punta cagada; atrás de ella, el hippie con gesto adolorido. Corte y mejor me despido, tengo un compromiso aburrido e ineludible.
Pasarían varios días, el necesario ojo del ciclón, antes de que me topara con Emar a la salida del cine Roble. Se le veía sucio, con el alma raída y las cejas prematuramente emblanquecidas. Temblaba y fumaba al mismo tiempo. Al principio no me reconoció y tuvo un actitud sorprendida, de animal acechado y confuso. De sus ojos brotaba una mirada salvaje y verde; un moco le nacía de la nariz.
-No me acostumbro a esta ciudad desecha –se excusó- parece un laberinto sólo abarcable por un inmortal. Tal parece que la gente aquí se cree o se sueña inmortal y quiere correr el riesgo de abrazarla, qué obscenidad. Así morirá. Veo los rostros de la gente como a través de una lupa: se deforman, maniatan, apabullan su belleza natural. Se me esconde, qué caray, tal dicha, y pensar que es posible que yo tenga la única solución no caricaturesca.
Sentado en una de las bancas de piedra de Paseo de la Reforma, titiritando, me dio cuanta de sus cuitas. Primera de ellas: había perdido la fe en Longotoma, lo encontraba corrompido y viejo, envuelto en espesas nubes de sofismas. Me contó que en noches insomnes soñaba que Desiderio lo asesinaba con daga macbethiana, que su sangre reconstruía los rostros de antiguos conocidos, perdidos en la marea de años y junglas, cuyos nombres ya no podía recordar. Pasaba las horas encerrado en el bodegón de Longotoma, repitiendo experimentos inútiles, como si estuviera leyendo una enorme enciclopedia hecha sólo de biecos juegos matemáticos, pero el Verbo no llegaba, y con su ausencia, la de la tan anhelada fórmula, cáliz del dulcísimo vino de la pureza, obtenido de la cabeza del Creador. A veces daba tremendos golpes contra el negro respaldar del banco. Lo dejé manoseando una caja vacía de cerillos.
No volví a saber nada de ellos hasta varias semanas después, cuando llegó Edmundo a interrumpirme un placentero baño de tina. Venía muy servido, y excitadísimo, pues había conseguido el contrato de publicidad para el comercial. Su estado agitado se debía también al hecho de que quien lo acompañó en la borrachera era nada menos que Don Desiderio Longotoma, al que refirió con pormenores su plan de filmación (actividades extrafílmicas incluidas) y de quien arrancó la promesa de conseguirle el mayor número posible de frutos encantados del Árbol de la Quietud. Edmundo citó a Longotoma, quien habría dicho que Juan Emar estaba “más fané, solo y descangallao que nunca, echando pececillos de colores a la Diana Cazadora, como mínimo homenaje a su belleza y como expiación por no poder devolverle (sic) la vida”. Refirió que la cabeza del chileno se vio envuelta en la locura cuando aprendió, con horror, que recién habían retirado a la Diana de su pedestal de Reforma, por motivos de la construcción del Titánico Circuito Interior. En un principio, Longotoma trato de encauzar la demencia de su amigo proponiéndole la Diana de Acapulco, que es copia fiel de la original, pero a tamaño reducido, o la famosa Malgré Tout, que se la pasa encadenada a una roca en la Alameda. Sobre la primera, Emar dijo (o así lo afirmó Edmundo): “grandes aunque me peguen”. La segunda no le causó el menor interés, no siendo diosa.
-Mala onda volverse lurias luego de tanto esfuerzo –remachó Edmundo-; ahora de lo que se trata es de domarlo. Con decirte que quiere rescatar a su amada de la bodega donde la estén guardando.
Esa noche la pasamos deambulando en un columpio de cantinas: de elegantes a umbrosas a plenamente rascuaches, que eran las favoritas de mi vecino, especialista en exhibir orgullosa y rota sonrisa todo el tiempo que estuviera en esos antros. No paramos de hablar. Dios sabe si unos segundos de silencio hubieran bastado para que cada uno se pudiese observar desde afuera y admirara y aborreciera las últimas consecuencias de lo que ineluctablemente, pues la sangre a eso nos impulsaba, se venía encima. Lo más extraño es que hoy no puedo pensar en lo sucedido sino como una operación primordialmente financiera, comercial.
Entre mentadas de madre a conocidos suyos con los que había discutido de poesía o de cine, a Tito Davison, que ni a bañarse porque hasta el jabón se pierde, director de sucedáneos de películas, productor de sucedáneos de vida como ideal a seguir, Edmundo me dijo que respiraba la muerte alrededor suyo, que se sentía como un feto que se ha quedado en la placenta de una madre muerta, acuchillada acaso. Y la placenta se va arrugando, asfixiante, él apenas saca un dedito para abrirla, el quiere salir, respirar para sobrevivir, pero no hay partera y sí altas posibilidades de petrificarse dentro de una vida que se apaga. Por eso la ansiedad jamás quebrada, por eso el nihilismo y el alcohol, el grito estupefacto de quien es destruido dulce, casi imperceptible, pero definitivamente. Por eso también el fruto del unicornio y las estatuas de mármol, que vivirán y vivirán de tan muertas, como Tristán e Isolda, que reptan entre nosotros como fantasmas. Por eso el cine.
Edmundo me dijo que su vida era vida gracias a eso. Gracias a que la muerte estaba siempre en lucha en contra de él, ganando la partida de ajedrez. A que él aceptaba el reto límpidamente, a que batallaba en contra de ella, pero terminaba regalándole su aliento a la muerte, consciente de que los labios de la muerte seguirán siendo rosa carmesí cuando él sea sombra, o menos.
Digo esto porque la noche era brumosa y fría. Salimos de la última cantinucha a bajar un poco el alcohol de los cerebros, caminando por las calles mal pavimentadas de un escuálido barrio suburbano que ha conquistado terreno a un cerro pelón igualmente triste. Medio atontados, más de lo normal, hicimos pipí, abatidos compadres, fumamos un cigarro, nos vimos cara de lobos, tosiendo con los huesos y los pulmones húmedos, a pesar de todo. Sonreímos subrepticiamente en medio de la niebla casi matinal. Entonces apareció el Extranjero, caminando descoyuntado, muy extraño. Su estructura ósea no parece ajustarse al rostro de guerrero gótico. El desequilibrio parece describirlo. Se detuvo en seco y nos observó fijamente, hizo un ademán negativo y siguió su camino, maldiciendo las sombras. Se ajustó una bufanda apestosa y avanzó por la penumbra, amonestando la noche con sus pasos.
Luego vimos esto: la calle se ensancha, dando lugar a fábricas fantasmales. De espaldas, una mujer camina lentamente. El Extranjero sonríe y se friega una mano contra la otra, se apresta a clavar su mano en las nalgas de la paseadora nocturna. Lo hace, pero la mano queda engarrotada dentro de una maraña de tela burda. La mujer da la vuelta y no tiene rostro. Es una calavera. El Extranjero se desvanece.
Fue entonces que huimos despavoridos, dando tumbos, oyendo un grito infernal.
III
-Ai guish dei ol cud bi California gueeerls –canturrea, a falta de otra cosa Edmundo luego de, slurp, dar nibelúngico trago a su caldo de camarón y arremangado con la lengua el dulce aceite que le ha creado zopilóticos bigotes rojos-, me siento personaje de película de Juan Orol, nomás que esta caña está muy buena.
Una última chupada a las carcazas de mariscos que sedimentan el tazón, blandir el palillo como si fuera la batuta de lo efímero, luego partirlo en dos. Edmundo y yo, axiales, frente a la impersonal construcción blanca en forma de paralelepípedo de concreto: el Instituto Comercial Montgomery-Campbell. Por encima de las cervezas, el olor a diesel quemado impregna cabellos y cartílagos. Desde donde estamos, uno se puede entretener observando las piernas de las colegialas del tercer piso, a lo mejor sagacidad del dueño de la escuela que también sería el dueño del bar. Edmundo echa una mirada a su reloj y comienza a describir en el mantel de plástico un desganado símbolo fálico. Yo siento un prematuro dolor de cabeza, combinación de cerveza, cigarro y calor. Cuando salgan las estudiantes escogeremos una o dos para filmar con ellas el comercial. Serán piedra y me entra una especie de remordimiento católico que trato de contener haciendo una lista mental de figuras históricas: Napoleón, Juana de Arco, Robespierre. Me detengo cuando me doy cuenta de que todos son franceses y no sé por qué.
-Me gusta esa tortita –dice Edmundo, señalando a una solitaria de azul que camina como entre la vigilia y el sueño, alta y de cadera estrecha, ya un poco hierática entre la humedad y el sol.
Pronto va hacia ella y la aborda. A unos metros de distancia veo como la anonada inmediatamente con sus referencias a sus cuates cineastas y a su pariente el galán de tele. Saca tarjetas al por mayor. Garantiza seriedad. La jovencita lo mira, de inicio, con recelo, pero puedo adivinar en su sonrisa reprimida el orgullo que le causaría ser modelo, y restregárselo a sus compañeras de escuela y a sus padres. El hielo ser rompe poco a poco. Vamos, Edmundo siempre fue un divo en eso de las relaciones públicas. Me acerco y él habla de la necesidad de rostros nuevos, la gente está cansada de ver mujeres previsibles en la pantalla chica y ella parece ideal para un casting. Se llama –oh casual fatalidad- Diana y, más o menos divertida, da su número de teléfono y nos promete ir a la cita. Esa fue la primera.
Dentro de los planes de Edmundo estaban otras tantas aspirantes de diversas patoescuelas. La borrachera que nos dimos ese día en un bar lleno de putillas nos evitó el problema. Edmundo es magnánimo cuando chupa, y nos llevamos dos de ellas a su casa. Él se acostó con una beldad rubensiana, cuyas nalgas y senos estaban constantemente pegados a las manos de mi amigo; la mía, en cambio, tenía cuerpo de muerte agradecida, voz ronca y fumaba más que una bomba molotov. Edmundo hipaba y me decía al oído: “están contentas, se sienten señoritas decentes”, luego pasaba la mano del vaso a las nalgas de su compañera, apretándolas como si quisiera usurparle la piel. “Eres vasta como una pradera, nunca te podré sobrenadar”, le decía mientras se la fajaba. La gordita reía y lo apretaba contra sí.
Mi pareja era vasta en otro sentido, y harto perturbadora. Casi no dirigió la palabra a Edmundo, pero a mí me hurgaba con los ojos y con las manos, me decía cosas inentendibles formadas con palabras del español, pero que me sonaban como jaculatoria de lectora de tarot. Llegué a pensar que estaba destinada a la prostitución como Edipo a la ceguera.
Insistió en que saliéramos a dar un pequeño paseo. Quise complacerla. Llegando a la plazoleta de la iglesia de la Santa Cruz, me arrinconó a un portal, me atrajo hacia sí, dándome dulces y carnosos besos, tocándome una nalga con la mano que no me empujaba el cuello, mirándome a los ojos, exclamando: “Qué hermoso mi güerito”. Me sentí sobrecogido. Sus labios me perforaban la boca. Me puse tieso, comenzaba a sentirme como una colegiala. Sin embargo, era un extraño placer el que me mordiera los brazos, las orejas, las tetillas, que me retuviera consigo.
-La verdad es que me gustan mucho los hombres. Tienen que ser muy pendejos para que yo no tenga orgasmo con ellos, aunque prefiero no hacérselos notar. Pero siempre sé que estoy en lo justo. Sé usar expertamente mi lengua –y lo demuestra pasándola de mi cuello a las axilas a la boca-. Me gustaría tener un harem de hombres, pero que estuvieran ahí por su gusto, nada de amarrados a la cama o cosa que se le parezca. Poseerlos a todos, porque también soy celosa. Yo no tengo padrote.
Me condujo de regreso a la casa de Edmundo, a quien encontramos tirado en el sofá con su adiposa amiga. Fui a la recámara con Jarifa –que así se hacía llamar-. Ella me hizo tomarla por el trasero mientras se masturbaba, y se movió de tal manera que impidió mi eyaculación. Luego se sentó, tomó mi pene henchido con sus esqueléticas manos y con maestría, olas de huesitos en el miembro, me hizo gozar, tal vez en exceso. La cuestión es que las dos putas quedaron contratadas para el supuesto casting.
A Elvira, la cuarta modelo, la conocí primeramente a través de las descripciones de Edmundo, quien había hecho contacto con ella dándole aventón por Avenida de los Insurgentes. Se trataba, según él, de una chava medio hippiosa, con pretensiones artísticas. Me mostró algunos de sus poemas, tiernos como naranjas de la India, rociados por un gusto por lo sagrado; en ocasiones, contaminados por palabrotas de rito. No era chilanga, y eso evitaba que cuando hablase de contracultura o de religión diera la impresión de haberse enterado a través de los textos de moda. Recuerdo que en aquella ocasión Edmundo y yo, azuzados por el potro otras veces dadivoso del alcohol, llegamos a fatales desacuerdos. Yo le combatía la idea de usar el dinero para hacer su film monográfico sobre la mierda, argumentando que no pasaría de ser una provocación insignificante. Le dije que se podía hacer una película más interesante. Ya no sé cuántas veces me tachó de “analfabeta de la vida”.
-La mierda nos rodea, cabrón. Nada más hay que abrir los ojos para darse cuenta, y tú aceptas vivirla porque te da seguridad. Te acostumbras poco a poco a la mierda de tu casa, de tu familia, de todas las familias, de tu pinche código romano en el que escribes palabrotas con el deseo de que se vuelvan fuego y se lleven a la chingada al libro, a tu carrera y a ti mismo. Te estás traicionando, pinche analfabeta de la vida. Me cae que no la haces, Lalo.
Le respondía echándole en cara sus compromisos con los directores de churros cinematográficos de quienes era sirviente y su vida entre préstamos, burdeles y excusas. Me mentó la madre y afirmó que se largaría de este país de mierda apenas cobrara lo de los comerciales. Hoy creo que esa noche Edmundo apagó unilateralmente nuestra amistad. Además, en mi código romano no hay groserías. Cuatro muchachas con vocación o destino de estatuas, dos viejos locos y algunos billetes eran lo único que nos unía.
Pocos días después de esa discusión recibí la visita de Desiderio Longotoma, quien traía en un paquetito seis frutos encarnados del Árbol de la Quietud, seis. Lo invité a comer a una fonda cercana y aceptó de buen talante. A decir verdad, se le veía más demacrado que de costumbre. Me comentó que ya no soportaba a Emar, cuyo talento imaginativo quedaba demasiado por arriba de sus modestas capacidades de químico y ya le había provocado un pequeño incendio en el laboratorio. Agregó que, para desviarle la ira y la atención, Don Desiderio le había propuesto pulverizar el fruto mágico, alearlo con otras sustancias y sacar al mercado un nuevo y revolucionario cosmético. Emar le hizo ver –con inaudita iluminación, a mi juicio- que aquello era equivalente a hacer estatuas, recordándole cómo el polvo de piel de rata y el plomo, incrustados a través de años de maquillaje en las mujeres del medioevo, hicieron estragos en ellas, obligándolas a pagar con pedazos de vida aquella pálida –grisácea, diría yo- hermosura que presumían en cortes y castillos. Emar se había enojado tanto que había amenazado con reservar su fruto encarnado (fórmula vitalizadora) para Coatlicue y lanzarla ferozmente contra Longotoma “y demás mercaderes”. Lo llamó cabrón, le dijo que lo destazaría para verificar si con su sangre, como afirmaban los alquimistas, se puede cortar el diamante. Mi viejo amigo lo había tomado como una broma; a mí el recuerdo de las manos nudosas de Emar, despuntadas de nervios, me hizo temblar.
Por mi parte, hice una pequeña referencia a mi colisión con Edmundo. No debí hacerlo porque aquellos ojos vidriosos y azules, aquello que era ya sólo un raspe vocal, lo defendió tan ardientemente que llegué a pensar que Longotoma era otra cara de Edmundo y que yo me estaba metiendo en un callejón sin salida, quedando fuera del negocio, emparentándome con Emar. De seguro fue el miedo a perder mi parte monetaria lo que me convenció a seguir en el asunto, y a darle prisa. Cabría aquí anotar que del teléfono de aquella fonda llamamos a Edmundo para fijar hora, fecha y lugar de la filmación. Don Desiderio debía hacer de todo por evitar sospechas de Emar. Dejé al viejo en un relajamiento satisfecho, frente a un interminable café. La cuenta estaba pagada.
IV
El día señalado llegó Edmundo a mi casa con una vagoneta llena de objetos para el rodaje: cámaras, luces, cables al por mayor, un lavabo de utilería, un espejo desmontable de dos vistas y una ridícula alfombra de piel de oso polar, a más de cantidades nada despreciables de cerveza y bocadillos. Nada mal para un asistente de producción de Tito Davison. Estuvo cerca de dos horas corrigiendo la posición de los cuarzos, haciendo cálculos cabalísticos con sus medidores de luz: “Mil foot-candles para la escena uno; luego habrá que aumentar la carga: hay que probar a ver si no se funde el fusible”. En una cubetita se remojaban los frutos del unicornio. No podía dejar de sentirme clandestino, en mi propia casa: la casal estaba rápidamente metamorfoseándose, volviéndose de un kitch insoportable, pero ideal para la filmación televisiva. Si se filmaba tras el espejo a dos vistas, la impresión sería que el baño del comercial era grande como la sala de una casa, con una alfombra de oso en medio; o quizás el comercial llega a gente tan condicionada que no encuentra absurdo un lavabo en una sala. O chance a Edmundo se le pegaron las costumbres baratas del cine nacional. El caso es que se veía muy locochón. Preparé unas tortas de jamón con chorizo y nos dimos a beber una chela, mientras esperábamos a las modelos y al bueno de Longotoma.
Edmundo encendió el primer pito de mota: -¿Sabes qué hubiera sido pocamadre güey? Conseguir un maquillista que hubiera hecho a las modelos parecidas entre sí, pero el único que conozco es un burócrata sindicalero de la gran caca... a Toña, la gordita, la invité porque cogía bien de ladito, la tengo reservada para una sorpresa: así como está no va a poder salir en el comercial, nunca pasaría ni medio casting. Tengo con las otras chivas una máscara excepcional que se adhiere perfectamente al rostro, la armadura interior es de papelpiedra, pero al exterior es túrgida como una cara humana. Cuando la Toña empiece a secarse no veremos su reacción: tendrá siempre las facciones de una Marilyn Monroe un poco regordeta. No las podrá cambiar, parecerá siempre dispuesta a besarnos, apuntándonos con sus labios férreamente cerrados.
Va por la máscara y me la enseña. ¿En qué película vi yo a Marilyn con esa expresión en la cara?
-En ninguna, cabrón. Marilyn estaba viva.
A las cuatro y media puntuales llegó Diana, vestida en el uniforme gris de la Montgomery-Campbell, visiblemente emocionada. No, no le había dicho a nadie de esta ocasión, no tenía a quien decirle. De una maleta Edmundo saca una blusa y una falda, que le quedan a Diana bastante apretadas. –No hay problema –dice él-, luego te vas a desabrochar la blusa.
-¿Por qué? –pregunta Diana, levemente excitada,
-No te filmamos los senos, sólo los hombros desnudos; es una manera de tantas para hacer que el espectador mantenga la atención en la pantalla.
-Pero en la tele están prohibidos los desnudos.
-Por eso mismo no debes preocuparte.
Edmundo comienza a encender los cuarzos, a medir la luz, mil foot-candles aquí, doscientos por allá. Ofrezco bocadillos a la jovencita. Se ha pintado las uñas de morado violento. Edmundo la instruye acto seguido: caminas hacia mí repitiendo lo que está escrito en el cartón pegado al trinchador, dilo con voz suave, porque es con sonido simultáneo, Lalo carajo apaga el tocadiscos, a ver... “sentir un manantial de tersura y de belleza que corre dentro de ti, con el nuevo jabón Humm extrahidratado es... “ y esbozas una sonrisa con el “es”. Diana camina lentamente, sintiéndose Miss Secretariat en el concurso de belleza. “¡no es una pasarela, Diana, no tienes que caminar como si fuera la cuerda floja: más soltura, camina y habla al mismo tiempo”. Sonrisa inexacta. “Un manantial de tersura y de belleza”. Habrá que bajar el cartel, parece que estuviera viendo la bajada del Espíritu Santo. Y así, entre risitas, por hora y media. Edmundo la convence de tomarse una cerveza con nosotros, luego enciende otro cigarro de mota.
-Espero no te escandalices –le dice.
-No –y alarga la mano, pidiendo un toque.
-En esta chamba hay que relajarse.
-Está más puesta que un calzón –cuchicheo a Edmundo, quien me silencia. Se escucha el timbre, ojalá no sean mis padres adelantando su regreso de Guanajuato. Entra Longotoma, a quien Edmundo introduce como el dueño de la agencia de publicidad. Un dueño un tanto zarrapastroso, pienso yo. Le preguntamos por Emar.
-Le compré unas novelitas surrealistas, está descansando el pobre.
-Para mí que cree que son libros de historia –ríe el cómplice Edmundo, Longotoma se apoltrona en el sofá, pide un café que sé que nunca terminará. Diana lee varias veces frente a la cámara la segunda parte del comercial: “... de mujer normal, convertirse en estatua de mármol viviente, admirada por todos los amantes de la pureza”.
-Vamos bien, vamos bien –se anima Edmundo-. Bueno, ¿ves el lavabo de utilería éste? Cuando yo te diga comienzas a lavarte, sí, ahora te tienes que quitar la blusa, yo te estoy tomando un primer plano hasta los hombros, has de tener una sonrisita de placer, coqueta, que se te vea contenta, a una señal mía levantas la cara lentamente, hacia la cámara que tiene Lalo en la mano, masajéate las mejillas, es un jabón que hace mucha espuma. Te ríes más fuerte y yo corto la escena.
Se enciende una vieja luz en la faz de Longotoma. La búsqueda de las muchachas en flor, mi viejo. Los dieciséis años, qué se yo, de Diana, se reflejan en los pechos morenos, en los flancos que van tomando forma, en un aroma más dulce que picante. Edmundo me ordena encender la luz del corredor, la luz parece mecerse en las mejillas de Diana, pero el efecto desaparece a los pocos segundos: era una impresión pasajera.
-Yo quería que se viera más afilada la cara, pero ni modo –dice Edmundo, mientras afuera se oyen gritos de muchachos juguetones que pasan, se van apagando.
Edmundo realiza la escena con cierto profesionalismo, no sé si para impresionar a Longotoma, y la chica le echa ganas. Apenas acabada, antes de que Diana eche un largo suspiro, pensando tal vez en haber finiquitado su gran actuación, Edmundo se le acerca, le acaricia la oreja y le dice en voz baja: -Estás nerviosa, tenemos una fruta africana que te puede calmar.
-¿Es una droga?
-Sí, pero ligerita. Te la puedes tomar con un vaso de leche –y descubro al malvado de Longotoma que ya trae la bandeja.
Me parece soñar cuando veo que ella acepta, dirigiéndose luego al sofá que había ocupado el viejo.
-Es cansado filmar, estoy un poco mareada.
Edmundo se sienta en el brazo del mueble y le toca los muslos bajo la falda. Me pregunto si estará sintiendo el endurecimiento. El rostro de niña palidece, el director del comercial la está suavemente desvistiendo, ella está empezando a sentirse más imagen que materia, un espectro, pero está siendo materia sobre todo.
-¿Qué me pasa? –gime, se esfuerza por reconocerse.
Edmundo la pone de pie. Recojo sus vestidos. Longotoma, sin dejar de observar, da un sorbo a su café ya frío. Edmundo le acomoda los pechos a Diana, le acaricia la vida. “Es puntiaguda”, nos dice, mete el dedo ante la mirada taciturna y creo que ya muerta de la muchacha, saca de la cavidad una tela como enyesada: el himen. La besa, la enfunda con extraño pudor en una sábana blanca. No me he atrevido a tentarla. El viejo se acerca, le descubre la cara, la pasa la mano apergaminada, los dedos excesivamente suaves a base de arrugas, por los labios.
-Es más bella que Camila.
-Pero cómo le hace uno a cogérselas, Longotoma, si se hacen estatuas tan rápido. No me quiero quedar trabado –comenta Edmundo.
-Con las virgencitas es difícil, dependen si aprietan o no.
-Ah qué viejo cabrón es usted Don Desiderio.
El asistente de Tito Davison toma el fardo envuelto y lo mete en el furgón de la camioneta: -me falta filmar la estatua en una tarima giratoria que tengo, pero voy a esperar a que estén todas listas, organizar las luces es un descuaje.
Me pongo a preparar una ensaladilla rusa en lo que llegan las siguientes, Edmundo sigue haciendo pruebas de luz y de campo ante los ojos absortos de Longotoma.
-¿Tú crees que convenga hacer un dolly, Lalo? –me grita.
-El director eres tú. Pero mientras más cosas hagas, más podrás editar.
Oigo a Longotoma discurrir sobre el cine como fábrica de sueños: -El verdadero sueño, por lo que veo, es hacer cine, más que verlo. Se crea una realidad al gusto, se nos evita el trabajo de soñarla. Los sueños y los funerales son la misma cosa. Morir, soñar, tal vez filmar, diría un moderno Hamlet.
-La muerte es más tranquila –rebate, enfadado, Edmundo, indeciso sobre la conveniencia del dolly.
-We live for our dreams and a pocketful of gold –cito a Led Zeppelín, que en esos momentos aviva el ambiente desde el tocadiscos.
-Mamadas soltadas al vuelo nomás porque sabes inglés –me calla Edmundo, recordándome disputas aún calientes.
Saco mi pipa de hash para calmar las cosas. Desiderio toma aliento, y un poco de café helado, para discurrir sobre los fumaderos de opio de Birmania, donde pasó algunos meses comprando rubíes.
-Nadie te cree, ruquito –se encabrona Edmundo.
-Pero esa muchacha es de piedra.
-El único chingón es Emar, tú eres el sueño de Emar, eres el fantasma de aquel mismo que él un día asesinó. Eres un aduanero Rousseau sin pinturas.
Yo me estaba calladito ornamentando la ensalada con huevos duros cuando llegaron Toña y Jarifa. Intuyo que no sólo son más que cuerpo, sino también más que mujeres, la Jarifa con larga sonrisa que muestra sus dientes disparejos, la blusita casi revela el seno; el viejo Desiderio nalguea por un momento a su compañera, la Diana de Fontainbleu, Edmundo observa a kilómetros de distancia, su rostro sombrío contrasta con el de las muchachas, Toña que toquetea un cuarzo. Les ofrezco ensalada y les pregunto qué quieren tomar: -una cubita si eres tan amable. Sin percatarse, las entretuve mientras Longotoma y el director, en conciliábulo superior, decidían de cual de ellas dos deshacerse. Solucionaron el lío de una manera que más tarde se revelaría genial: el anciano se llevó a Toña por un rato, en lo que nosotros trabajamos sobre Jarifa, a quien Edmundo remaquilló, orlándole la faz de tropos art-nouveau y adolescentes. Era magnífica actriz, pero le fue difícil tragarse el cuento del unicornio-droga africana.
Cuando la hubo consumido y empezó a transformarse en obra de arte, con dificultad, pero sin vacilación, logró decir: -Cabrones, intelectuales sentimentales de mierda. Ustedes siempre han amado a la mujer por su parecido con una estatua. Yo me estoy reconociendo en estos momentos, veo que ustedes siguen clamando por un Mesías y destruyendo todo lo vivo en su camino, Son unos impotentes... Lalito, ya ni la chingas.
En el momento en que se dirigió a mí yo ya estaba terminando la eyaculación que sus palabras, y el verla volverse hielo pétreo, provocaron en mí. Es el mejor orgasmo que alcanzo a recordar hasta la fecha, y las últimas palabras despectivas que pronunció fueron un ácido que multiplicó el gozo. De las mejillas de Jarifa corrieron lágrimas irreductibles, que quedaron solidificadas y definitivamente pegadas a ella.
-Estas tomas salieron bien al tiro, la neta que no me medí con los contracampos –fue el comentario de Edmundo.
En lo que tratábamos de despejar las lágrimas de las mejillas de la estatua de Jarifa, llegó Toña, acompañada por un Longotoma toselón a pesar de las ínfulas de su caminar.
-Ya le he explicado lo que sucedió con su amiga y de la importancia estética del arte de morir. Ella y yo somos hojas de un mismo árbol, sólo que ella al caer enjoyará el suelo con su belleza, enjoyará este estiércol que, como bien conoce, es nuestro hábitat común. Está llegando al momento en el cual la vida y la muerte dejan de ser contradictorias, su muerte alimentará su vida, la representará tal como el Rey de Reyes. Esto es una misa, Toña.
La misa, la orgía, son los ritos más ambiciosos y más imposibles; son la expresión más pura de la impotencia de este macho con los pies plantados en un planeta que no ha dejado de serle enemigo. Somos impotentes, dijo Jarifa, y repetimos y repetimos escenas, queremos convencernos a través de ellas de que estamos en la realidad. Éramos una especie de secta: el que Toña supiera su fuerte, habiéndose establecido el contacto, nos acercaba tiernamente a ella, nuestra vestal. Ahora era clara que todo esto para nosotros, además del asunto monetario, revestía un sentido religioso. La claridad del aliento de quien inspira desde arriba y que ha perdonado por siglos, y perdonará, obscenidades y crímenes, siempre y cuando se cumpla la ceremonia. Así fue que perdí todo sentimiento de culpabilidad o temor.
Toña no volvió a hablar. La vi desnudarse en soledad frente al espejo, derramando sus ropas bajo los pies, viéndose de arcilla y luz. Parecía como si hacer el menor ruido fuese una blasfemia. Edmundo, también silencioso, sacerdotal, le muestra la máscara de Marilyn Monroe que ha de colocarse y con la que ha de descansar para siempre, dulce mortaja. Su belleza no será efímera, agradezcámoslo al cine. Conforme con su nueva condición de Fetiche, Antonia se pasa las manos por las caderas y senos, ya no sabemos leer su rostro, cubierto por el de su madre, que siempre nos amó. Lo toco y es como de terciopelo. Fue sólo una caricia, Antonia se ha vuelto un demasiado que no merecemos. Para demostrarlo, Edmundo se le acerca y con una navajita, cuidadosamente, le cercena el clítoris. Ella se dobla apenas ligeramente. Descubro que la máquina cinematográfica ha estado trabajando todo el tiempo y aprovecho para un zoom a la entrepierna, donde escurre la sangre. En la parte interior del muslo, Edmundo inyecta un líquido rosado (fruto de la quietud con leche, molido en la licuadora). Efectúo el zoom-back y se ve a Edmundo absorto ante su Diosa. Poco a poco se convierte en esencial. Entonces, ser objeto no es ser accesorio, sino todo lo contrario. Longotoma observa con gravedad, oprimiendo la jeringuilla que acaba de botar Edmundo, los clavos de Cristo, las cadenas de San Pedro, con la mano derecha.
Como si se percibiera el batir de alas del Espíritu Santo, se escucha al profeta Agustín Lara:
La luz a tus ojos robé
la miel de tu boca bebí
el mármol de tu carne acaricié
y el oro de tus rizos sacudí;
formé con tu vida un altar
y en él mis flores deshojé
y pude mi camino iluminar
con luz que de tus ojos me robé.
Agustín Lara, pausadamente, como predestinado, nos estaba diciendo cuáles eran las raíces de nuestra actitud y el enorme tamaño de la riqueza de la que éramos partícipes. Todavía no sabíamos bien a la adivinación de qué secretos nos conducirían nuestros ídolos, esas mujeres con las que establecimos un puente. Tenía mis secretas esperanzas de que la última de las chavas fuera la llave. Cualquier cosa podía suceder. Lo único seguro es que nosotros éramos incapaces de hacer por nosotros mismos, que de allí provenía el poder de la mujer sobre nosotros, semejante al de la Gracia, y que ellas o nos lo donaban gentilmente –como Toña- o se lo arrebatábamos, como a Jarifa.
Debatiéndome entre estos afanes, el tiempo pasó granito por granito y mi angustia crecía: la cuarta elegida, y con ella la ansiada Revelación, tardaba en llegar. Desiderio y Edmundo estaban enfrascados en una discusión absurda: que si Agustín Lara era jarocho o chilango. La necesidad de la revelación se estaba volviendo física.
Al rato, Edmundo se levanta y sale de la casa. Me pide que lo acompañe. Sacamos la tarima. “Lo he estado pensando –dice con indiferencia-: hacer muerte es fabricar espejos; somos artesanos del destino general”. Enchufa el cable que hacer girar la tarima, prueba la velocidad, su tranquilidad me sorprende.
A las diez y media llega Elvira, sonriente, envuelta en una boa roja de plumas. En el ambiente cargado se puede intuir el estruendoso pasar de las horas anteriores. Edmundo mordisquea una torta y da largos sorbos a su cerveza, se ajusta la boina de director como lo haría con su tocado un sacerdote sumerio. Lo primero que hacer Elvira es pedir un toque. Le paso la recién encendida pipa de hash no sin desagrado, porque por momentos se me vienen encima las sombras de las otras muchachas y la seguridad, los pliegues en el vestido que le dan cierto tono medieval a la figura de Elvira, me espantan. Me espanta Edmundo. Elvira me toma por el hombro y sentada en el brazo de la silla, hace observar que no le interesa la publicidad, sino que es buena onda ser fotografiada, que los chamulas son netos cuando dicen que las fotografías roban el alma.
-Me estoy dando a ustedes, chavos, y pus bien ¿no?
Edmundo se levanta con el letal fruto en la mano y le dice a Elvira: “Esta es una droga etiópica y te la vas a tomar al rato; es buena para el relax, te quita el acelere y te da gracia de movimientos, te disminuye los que son innecesarios y aquellos que uno no advierte a simple vista. La usan algunos grupos étnicos para sus ritos. En Occidente se ha comprobado que es buena para modelar.
-Cámara, no la he probado. ¿Cómo se llama?
-Unicornio, porque la leyenda africana dice que es la caca del unicornio –y Edmundo le explica la manera como se filmará el comercial.
En la primera escena hubo problemas por las enormes dificultades que pasó Elvira para evitar sus continuas sonrisitas. Le pasamos un poco más de hash y Edmundo se aventuró a tocarle los senos. Ella hizo un pequeño ademán, eludiéndolo. Sin embargo, era grande la lubricidad del frotamiento de sus manos con las mejillas, era natural la sonrisa de tele, lasciva su mirada al momento de alzarse a la llamada de Edmundo, todavía frotándose el jabón en la cara.
-Perfecto, éste va a ser el mejor de todos. Mi obra maestra.
-Pero... es un comercial –dice en voz baja Elvira, lamentándose tan mezquinas ambiciones.
-Es cine. Ora desnúdate y pasa a la tarima, que viene lo bueno.
Elvira obedece dócilmente y Edmundo blande, en la hora occipital, el fruto encarnado del Árbol de la Quietud, que todavía chorrea leche.
-Levanta en ángulo recto el brazo derecho y eleva la cabeza hacia arriba. Un poco más arriba el brazo, así... te diré cuando lo bajarás, lentamente, esbozando una leve sonrisa. Con el filtro parecerás estatua. Ora llégale a esto para que estés más calmada y tus movimientos sean más lentos.
-Es un down, ¿no? –muerde con confianza Elvira- No sabe mal.
Los ojos de Elvira cobran un aspecto alucinado. Está en la posición deseada por Edmundo, pero ya casi fuera del mundo. “Veo un ángel”, dice, y voltea, ya emblanquecida, hacia nosotros, “veo la vida, estoy en la frontera, en el espejo”. Cada una de sus células está cambiando. Apenas si me doy cuenta de que Edmundo se está desnudando y ha tomado en sus manos otro fruto del unicornio. Hace andar lentamente la tarima. Se sube y abraza y besa a Elvira.
-Repite lo que te voy a decir. Repítelo –Elvira asiente, Edmundo le da una mordida al terrible fruto-: Quiero tu verga dorada, columna que Sansón jamás pudo derribar. Quiero que su capitel me habite constantemente, que cada una de sus estrías sea como una serpiente que recorra mi interior, queme los residuos de mi orgullo, se escurra entre sangre y piel, me transforme. Quiero sellar mis orificios. Quiero que mi cuerpo sea una iglesia y tú mi feligrés.
Las últimas palabras de Elvira nos fueron casi inaudibles, estaba muriendo, quién sabe si sentía que el pene de Edmundo fuera de fuego, ella tan fría. Edmundo dijo mientras era evidente su propia transformación en estatua:
-No eres llena y por eso te llenaré, dándonos muerte. Aprendes ya a amar tu castigo, estás hecha para ser accesible a las mil manos mías, de las que te agarras para agarrar la vida. Eres absolutamente dependiente de mí. Tus orificios aún están abiertos. Ahora los sello. Cumplimos un contrato que desconocíamos. Sellándolos profano y consagro tu cuerpo.
La besa y le mete un dedo en el ano. Caen y es como si cayeran las rosas de la tilma de Juan Diego. Longotoma y yo quedamos mudos un buen rato. La cámara seguía filmando. El viejo se levantó, fue a la tarima y le imprimió velocidad al giro, que se volvió vertiginoso. Se sucedió hasta el final del rollo. Desmontamos todo y nos fuimos, sin proferir palabra, a los caldos de Tacubaya. El güero Joaquín, bardo trovador callejero, cantaba sus cuitas:
Circuito Interior, que te llevastes mi alma,
Circuito Interior, que te llevastes el consuelo
de mi adoración.
Tú la atropellastes, maldito,
maldito Circuito Interior.
Epílogo
Llevé a Longotoma a su casa. Él insistió en que se encargaría de enterrar las estatuas en la fosa común del panteón de Dolores. A mí no me quedaba otra que hacer los comerciales y entregarlos a la agencia.
Pasé días enteros revelando, cortando y montando la película. Mientras lo hice fue una terrible pesadilla, y no por mis dificultades de novicio con la moviola, que eran muchas, sino porque estaba convencido de que efectivamente era una pesadilla, que eran sueños de sueños y me tenía ya que despertar. Una mano invisible, ayudada por el hecho de que habíamos filmado muchas escenas que no tenían que ver con el jabón, me hizo montar dos obras distintas: un breve comercial y un relato puntual de lo sucedido aquella tarde y aquella noche en mi casa. Lo ridículo del caso es que el tipo de la agencia de publicidad me dijo que tenía que negociar un descuento porque estábamos entregando con retraso, que tenía que tratarlo directamente con Edmundo, y que era necesaria su presencia para mostrárselo al cliente. También era necesario que presentara la licencia de locutor de las modelos, si es que éstas hablaban. En caso contrario, había que contratar doblaje, y descontarlo de la paga. Cuando me extendió su mano chiquitísima estuve a punto de estallar.
Esa noche fui a ver a Longotoma para darle la mala noticia. Lo encontré tirado en el suelo, en un charco de sangre, incrustado en la cabeza, un molar de vaca. Emar lo había asesinado. Decidí huir del país. Pero camino a mi casa me detuve, como por hipnosis, en una cantinucha a la que llegaron dos borrachos despavoridos.
-Sírveme otra, hijín, que estamos viendo alucinaciones. Íbamos por la calle y que vemos un tipo en bicicleta con una estatua de una vieja desnuda en la canasta. También estaba una puta caminando, de espaldas. Que el tipo de la bici le agarra las nalgas a la puta, que se voltea y que resulta la meritita muerte. Ahí quedó el güey, tirado en la calle, con su bici y su estatua.
Salí de la cantina. A la mañana siguiente compré un boleto de avión. Lejos. A España. En el Últimas Noticias que compré en el aeropuerto supe del escándalo: los admiradores que iban a rendirle homenaje a Jorge Negrete en el aniversario de su muerte, encontraron sobre su tumba una estatua que representaba a dos jóvenes en cópula; una estatua de Marilyn Monroe se encontraba sobre la tumba de Pedro Infante y, en la Rotonda de los Hombres Ilustres, en la tumba de Agustín Lara, encontraron una estatua idéntica a una jovencita que llevaba varios días desaparecida.
Pude atar cabos. Emar descubrió el secreto de Desiderio. Lo mató y colocó a las estatuas en sitios simbólicos. Huía en bicicleta con Jarifa cuando se topó con la muerte.
He escrito esto en el hotel suizo donde estoy desde hace tres días. Por fortuna me traje la película de lo que sucedió. En unas horas tengo cita con unos alemanes que están muy interesados en comprar todo el material para exhibirlo en circuitos clandestinos. Sírvanme otro martini, será la cinta pornográfica más exitosa del año.
viernes, enero 12, 2007
Biopics: El taller de Huberto Batis
A fines de
La clase de Batis en Filosofía y Letras era a las 3 de la tarde, una hora definitivamente más propicia para hacer la digestión que para andar platicando acerca de escritores como Carlos Prieto o Sergio Fernández. Además, un grupo selecto íbamos los sábados a casa de Batis, en Tlalpan, a hablar de literatura, a que nos leyera algunos textos y a sentirnos importantes. De los que íbamos al curso, en Tlalpan recalábamos, además de Hermann y yo, Marcelo Uribe, Coral Bracho, Adolfo Castañón, Luis Chumacero y Bernardo Ruiz. También iban otros cuates más grandes, entre quienes recuerdo con afecto al Pollo Alberto Ruy Sánchez, cuatrocientista del equipo de atletismo del Patria, y a su novia Margarita de Orellana, mexicana de origen cubano, a quien recordaba como la única niña grande e inteligente en las fiestas infantiles de la familia ampliada.
Había algunas discusiones fuertes en aquel grupo, como la que tuve con Castañón en defensa de El Principio del Placer, de José Emilio Pacheco, que a él le parecía aborrecible. Aquello eran ecos o barruntos del debate histórico de una amplia generación de escritores de México, el que se dio entre los pinchepiedreros (aquellos que, siguiendo el ejemplo de Sabines, se tropezaban con una piedra y decían “pinche piedra”) y los exquisitos (y me vienen a la mente los poemas de Coral Bracho, filigranas para describir el ámbar).
Pero lo memorable de aquel curso fue que Batis nos instó a un despropósito: escribir nuestra autobiografía. Pidió 80 cuartillas. Yo me tardé apenas una febril semana en hacer la mía. Le puse por título “Traicionando al destino” y una frase provocadora de Frank Zappa como epígrafe. Estaba entretenida y se leía muy bien, de corridito, pero era muy superficial y todavía más presumida que estos biopics. Yo quería expresar que había traicionado el destino de clase, y no sería un pequeño burgués, sino un luchador social. Batis dijo que efectivamente estaba traicionando a mi destino, que eran las letras, a cambio de un espejismo revolucionario. Quizá tenía razón y lo traicioné. De alguna manera el epígrafe de Zappa (“Do you think that I creep in the night/ and sleep in a phone-booth?”) no me expresaba a mí, sino a mi incumplido deseo juvenil de asustar a los bienpensantes.
Del taller surgió un subproducto. Una ocasión en su casa de Tlalpan, Batis leyó un cuento extraño y portentoso del escritor chileno Juan Emar. “El Unicornio”. A mí se me ocurrió hacerle un seguimiento. Salieron 44 cuartillas desiguales, pero con algunos pasajes que todavía me gustan.