Hace unos días terminé de leer La Silla del Aguila, de Carlos Fuentes. Ese ejemplar me lo pasó María Amparo Casar, cuando era Coordinadora de Asesores del Secretario de Gobernación. Le habían regalado dos copias. Ella no había leído la novela, pero tenía referencias de que era bastante mala. Las referencias se quedaron cortas. La Silla del Aguila es un libro endeble en muchos sentidos. En el contexto, en lo político, en lo humano y en lo literario.
Empecemos por el contexto.
Fuentes quiso hacer una novela epistolar ubicada en el año 2020. Algo poco probable en la era del internet, los celulares y las videoconferencias. No se conformaba con e-mails, quería que fueran cartas propiamente dichas, aunque no las escribiera la monja portuguesa. Para que las acciones cupieran en ese lecho de Procusto, se le ocurrió un contexto político: México se ha quedado sin telecomunicaciones, ya que Estados Unidos bloqueó los satélites en represalia por el rechazo mexicano a la invasión de Colombia.
Para Fuentes, un bloqueo satelital implica cortar toda la telefonía, internet, radio y televisión. Regreso al correo y al mensajero, como si teléfono, radio y tele requirieran forzosamente del satélite. La emergencia no dura 24 horas ni 48. Dura más de tres meses, tiempo suficiente para que los personajes tejan sus intrigas epistolares.
En esos tres meses no pasa nada que verdaderamente turbe la grilla. El país no busca otro proveedor, ni protesta en los tribunales internacionales. Es que el Presidente era un abúlico, explica Fuentes. Lo extraordinario es que los dueños de las televisoras y de las empresas de telecomunicaciones, que pierden millones de pesos cada día, tampoco dicen nada. La gente, sin teléfono, sin radio, sin su futbol o su telenovela, se dedica a comprar periódicos en vez de lanzarse a las calles a tumbar al gobierno inepto. No existe referencia alguna a un aumento de la emigración a Estados Unidos como resultado de la evidente crisis económica desatada (bueno no, el Secretario de Hacienda se encargó de que no se imprimiera dinero ni aumentaran los salarios). Hay como chorromil partidos en el Congreso y ninguno dice nada. Todos controladitos.
Para colmo, resulta que las computadoras personales también requieren de satélite. No es que uno pueda sentarse ante su laptop, escribir y mandar el archivo a la impresora. Eso se acabó. A las oficinas del 2020 regresan, como por arte de magia, las máquinas de escribir, sacadas en masa de quien sabe qué bodegas.
Se vale estirar la realidad posible para acomodarla a la ficción deseable, pero no llevarla a absurdos mayores, sobre todo si se trata de hacer una reflexión política sobre el México moderno. Como diría el fallecido Filósofo de Bezares: “Esta bien mamar, pero no llevarse el burro”.
Ahora bien, el México político y social que describe Fuentes no tiene nada de moderno. Más que en el 2020 parece México en 1980. Un país dominado por una clase política totalmente machista, de secretarias correteadas y mujeres que –por más listas y preparadas que sean- sólo acceden al poder a través de las camas (o de las nalgas, para ser más claros). Un país en el que el Presidente habla -¡detrás de una cortina!- con los dueños de los medios y eso basta para que se alineen. En el que el Secretario de Hacienda es reconocido porque no pone en marcha la fábrica de hacer billetes. Que funciona sin empacho aunque desaparezcan opositores e importantes hombres políticos y luego aparezcan muertos. Un país, vaya, en el que la tasa de crecimiento demográfico no cambió y más de la mitad de la población sigue teniendo menos de 20 años.
No extraña que Fuentes haya escogido maquinas de escribir, archivistas manuales de dedos rápidos y políticos desconocedores de las bondades del Power Point, que se escriben largas misivas, llenas de meandros detallistas. Tampoco extraña que un viejo ex Presidente que juega dominó en Veracruz se parezca tanto a Ruiz Cortines.
Tal vez 1980 sea equivocado. Fuentes describe al México de 1970. Tal vez por eso las referencias a los desaparecidos muebles de Lerdo Chiquito y a los sombreros Tardán.
Un México de presidencialismo a la antigüita, en el que el titular del Ejecutivo Federal escoge a su sucesor. No importa que haya al menos 14 partidos políticos. Y lo hace sin intervención de los partidos –habría una alianza de gobierno ¿no?-, de los empresarios, de los gringos –que sólo están para joder con lo de las telecomunicaciones: en la grilla interna ni se meten-. Es la pura tenebra arcaica, con giros telenovelescos.
En otras palabras, Fuentes no entiende que el país ha cambiado y mucho desde la época de Artemio Cruz. Es el pedo de vivir entre Kensington y París.
Los políticos tampoco resultan creíbles. No porque carezcan de otro proyecto que su ambición personal –nadie se pregunta cuál era el programa político de Macbeth-, sino porque son, al mismo tiempo, más cultos, más pretenciosos y más ingenuos que los políticos de verdad. Imaginar una carta de un político mexicano en la que hace referencia a Calígula, a los idus de marzo, a Montesquieu, a Humboldt o Andreiev es como imaginar una sirvienta que, mientras sirve la cena, hace referencia a Hécuba, la Perra, con la diferencia de que en el Paradiso lezamiano toda fuga de la realidad esta permitida, o es incluso plausible y esta quiere ser un retrato crítico de la realidad política mexicana.*
Estos políticos de novela, aunque leídos, juegan ajedrez adivinando apenas el siguiente movimiento del adversario. Y, cuando mucho, en partidas simultáneas con cada contrincante. Los de verdad, aún los más tontitos, juegan cuando menos con circos de tres pistas. De ahí a que tomen decisiones correctas hay un mundo (el tablero multidimensional no es fácil de leer, y menos cuando se desconoce la realidad del país), pero su forma de hacer política es más elaborada y la viscera en sus intrigas es menos, mucho menos visible.
Las cartas están escritas sin prisa, con un cuidado casi decimonónico. Los tiempos vitales, las agendas y la manera de pensar de los políticos, todo, todo se fue al pasado. Todos los políticos escriben con el mismo estilo, tienen los mismos tics y manierismos. Todos escriben como si imitaran a Carlos Fuentes y al final uno se confunde. La única excepción es un generalote de policía con finta de haber sido sacado apresuradamente del lopezportillismo. Ese manda grabaciones con faltas de ortografía.
Cada epístola es un pretexto para una breve lección de historia del maestro Fuentes. Allí nos enteramos, legos como somos, de cómo se perdió Texas, de frases inmortales de Hank o del Tlacuache Garizureta, de que el Tapado pasaba a ser el Ungido, de que Garrido Canabal era un gobernador comecuras. En cada hoja suele haber algún dicho de la política mexicana, convertido desde hace años en lugar común y varios proyectos de dichos, de frases a ser rescatadas para la posterioridad de la política circular en el país donde nada cambia.
Leyendo el libro uno se asombra del prestigio político de Fuentes (el literario se lo ganó bien con varias magníficas novelas, hace décadas). La Silla del Aguila se publicó en 2002. De entonces para acá, sólo para recordar lo más obvio, México se opuso públicamente a la invasión estadounidense a Irak (y no pasó nada), aparecieron los videoescándalos, recordándonos el poder político de las televisoras (y que le hubieran dado a Fuentes un mejor pretexto para que su novela fuera epistolar: “no te puedo hablar por teléfono: hay pájaros en el alambre”**), el Presidente no impuso ni intentó imponer a su candidato preferido a sucederlo y el PRI tiene muy pocas posibilidades de regresar al poder en 2006 (en la novela de Fuentes el tricolor regresa a Los Pinos y, paradójicamente, se parte en ocho).
Pero el prestigio político también se logra con guiños. Chema Pérez Gay y Héctor Aguilar Camín son intelectuales influyentísimos en la novela; en ella, Federico Reyes Heroles escribe un artículo magnífico en ocasión de sus 65 años y Javier Wimer –para terminar con los que me acuerdo- es ni más ni menos que Presidente de la Suprema Corte de Justicia. Me parece extraño que un consagrado como Fuentes ande lanzando guiños a la siguiente generación. Será la lejanía del poder. Será el deseo de perdurar como consagrado (oficial) varios años más allá de la muerte.
Tal vez, desgraciadamente, sea la edad.
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* Tan no leen, que dos de ellos le regalaron a la Coordinadora de Asesores del Secretario de Gobernación, sin leerlo, un libro en el que, poniéndonos mal pensados, ella podía verse en el espejo de un personaje políticamente correcto, pero moralmente poco agraciado.
** Fuentes, sin embargo, hace en la novela una referencia a los “vladivideos”, así que tuvo la solución a la vista pero no la tomó.