Eso de que a los cerdos les encanta el lodo es cada vez más cierto.
Se discute un tema: el uso faccioso de la justicia de parte de un gobernador. Hay otro adjunto: la grabación de conversaciones telefónicas privadas. El contexto es tremendo: la defensa, de parte del poder político de un grupo de pederastas y proxenetas con poder económico. De lo más vulgar.
¿Y cómo responden los políticos? Echándose lodo.
Chuayffet mete a su enemigo personal Yunes al cochinero, recordando, con meses de retraso, que él fue nombrado en el libro de la periodista perseguida.
Yunes se defiende como en el Siglo XIX: acusando a Chuayffet de "desviado" y contrastando su declarada hombría con la supuesta falta de virilidad del coordinador de la bancada priísta.
Chuayffet contrataca dando a entender que Yunes come por el culo y caga por la boca.
Escatología pura. Coprofilia a velocidad turbo.
Pobre país. Tiene una clase política que amerita perfectamente lo dicho por Umberto Eco respecto a la italiana: "han sustituido la polémica con el insulto, el tecnicismo con la grosería y, creyendo hablar como comen, hablan como eructan".
Lo peor del caso es que, como lo muestra Kamel Nacif, hay empresarios más soeces que los políticos (y, por lo tanto, que los peores carretoneros, convertidos hoy, en esta era de relativismo total, en gentiles caballeros).
sábado, febrero 18, 2006
jueves, febrero 16, 2006
Diario de un votante indeciso IV
En las presidenciales, las cosas siguen como de costumbre.
Calderón no prende y apuesta al voto por default; el Peje combina demagogia para el consumo público y amarres oscuros para el consumo y la inversión política privados; Madrazo está cada vez peor; Mercado es una versión inferior de Rincón Gallardo y Campa, pobrecito, no sabe en la que se metió.
Ví a los cinco con López Dóriga. Creo que a Felipe le hicieron más daño sus respuestas directas sobre aborto, eutanasia y píldora del día siguiente que lo que afectaron las evasivas a López Obrador y Madrazo. Quien más me gustó fue Mercado, y Campa fue el único que no se vio hábil, al grado que López Dóriga se retiró con las orejas y el rabo del candidato de Nueva Alianza.
---
Donde ya empiezo a definirme es en el DF.
La elección de Marcelo terminó con mi improbable voto por el PRD. Si Nueva Alianza postula a Cinta, está perdido (Cinta, ese joven politólogo-empresario, supuesto estratega de Labastida, demuestra porqué el priísta perdió en el 2000: nomás con ver el pésimo diseño de su póster, en el que parece un gandallita por encima de las masas, apuntándole al elector). Alternativa cometió el error de postular a un ilustre desconocido, haciéndole un favor pequeño (tan pequeño como el PASC) a Ebrard.
Eso dejaba dos candidatos dos: Beatriz Paredes y Demetrio Sodi.
Respeto a Paredes intelectualmente. Pero hoy, al responder con evasivas el vergonzoso caso del gobernador de Puebla, atrapado en pleno tráfico de influencias para proteger a un protector de pederastas, para atacar la libertad de expresión y para pasarse la ley por los güevos, Beatriz demostró que antes que una mujer inteligente es una priísta en el peor, mafioso, sentido de la palabra. Perdió mi respeto moral.
Si hoy fueran las elecciones para jefe de gobierno del DF, votaría por Demetrio Sodi, candidato de Acción Nacional.
Calderón no prende y apuesta al voto por default; el Peje combina demagogia para el consumo público y amarres oscuros para el consumo y la inversión política privados; Madrazo está cada vez peor; Mercado es una versión inferior de Rincón Gallardo y Campa, pobrecito, no sabe en la que se metió.
Ví a los cinco con López Dóriga. Creo que a Felipe le hicieron más daño sus respuestas directas sobre aborto, eutanasia y píldora del día siguiente que lo que afectaron las evasivas a López Obrador y Madrazo. Quien más me gustó fue Mercado, y Campa fue el único que no se vio hábil, al grado que López Dóriga se retiró con las orejas y el rabo del candidato de Nueva Alianza.
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Donde ya empiezo a definirme es en el DF.
La elección de Marcelo terminó con mi improbable voto por el PRD. Si Nueva Alianza postula a Cinta, está perdido (Cinta, ese joven politólogo-empresario, supuesto estratega de Labastida, demuestra porqué el priísta perdió en el 2000: nomás con ver el pésimo diseño de su póster, en el que parece un gandallita por encima de las masas, apuntándole al elector). Alternativa cometió el error de postular a un ilustre desconocido, haciéndole un favor pequeño (tan pequeño como el PASC) a Ebrard.
Eso dejaba dos candidatos dos: Beatriz Paredes y Demetrio Sodi.
Respeto a Paredes intelectualmente. Pero hoy, al responder con evasivas el vergonzoso caso del gobernador de Puebla, atrapado en pleno tráfico de influencias para proteger a un protector de pederastas, para atacar la libertad de expresión y para pasarse la ley por los güevos, Beatriz demostró que antes que una mujer inteligente es una priísta en el peor, mafioso, sentido de la palabra. Perdió mi respeto moral.
Si hoy fueran las elecciones para jefe de gobierno del DF, votaría por Demetrio Sodi, candidato de Acción Nacional.
jueves, febrero 09, 2006
Biopics: noviciado sexual
No recuerdo con exactitud cuándo fue mi iniciación sexual. Los papás de Víctor se habían ido de vacaciones a su casa en Acatlipa, Morelos. Así que a Janette y a mí se nos ocurrió una estratagema: una amiga la invitaría a una pijamada inexistente, pero en realidad iría a casa de Víctor, adonde yo también me quedaría a dormir. La maniobra funcionó.
Nos quedamos en el cuarto de la hermana de Víctor. Habíamos comprado previamente una cajita de Norforms, que eran unos conitos vaginales cubiertos de espermicida. El delgado cuerpo de Janette estaba tachonado por lunares. Su piel era suave. Nuestros besos eran tiernos. Hicimos el amor con pasión, pero siguiendo -con torpeza de principiantes- los cánones establecidos. La penetración no fue, aparentemente, dolorosa, y la relación resultó muy placentera, aunque no nos llevara a un éxtasis delirante. Simplemente, habíamos roto juntos, cómplices y fusionados, una barrera. Al hacerlo, dejamos de sentirnos unos adolescentitos (que era, en el fondo, lo que más queríamos).
Las siguientes ocasiones usamos condones Natural Lamb Roldskin, de los que se convirtieron en rarezas de coleccionista tras la aparición del SIDA. Recuerdo que los compraba en una farmacia de Satélite, cuando visitaba a Trejo para hacer “Subterráneo”, porque me daba pena hacerlo en la de mi colonia.
Con el tiempo –y tal vez por la escasez de preservativos- pasamos a utilizar, de vez en cuando y sobre todo en casa de ella, por las tardes, el método de coitus interruptus, en el que logré cierto nivel de dominio, pero que no recomiendo. Repito, no recomiendo.
Nos quedamos en el cuarto de la hermana de Víctor. Habíamos comprado previamente una cajita de Norforms, que eran unos conitos vaginales cubiertos de espermicida. El delgado cuerpo de Janette estaba tachonado por lunares. Su piel era suave. Nuestros besos eran tiernos. Hicimos el amor con pasión, pero siguiendo -con torpeza de principiantes- los cánones establecidos. La penetración no fue, aparentemente, dolorosa, y la relación resultó muy placentera, aunque no nos llevara a un éxtasis delirante. Simplemente, habíamos roto juntos, cómplices y fusionados, una barrera. Al hacerlo, dejamos de sentirnos unos adolescentitos (que era, en el fondo, lo que más queríamos).
Las siguientes ocasiones usamos condones Natural Lamb Roldskin, de los que se convirtieron en rarezas de coleccionista tras la aparición del SIDA. Recuerdo que los compraba en una farmacia de Satélite, cuando visitaba a Trejo para hacer “Subterráneo”, porque me daba pena hacerlo en la de mi colonia.
Con el tiempo –y tal vez por la escasez de preservativos- pasamos a utilizar, de vez en cuando y sobre todo en casa de ella, por las tardes, el método de coitus interruptus, en el que logré cierto nivel de dominio, pero que no recomiendo. Repito, no recomiendo.
miércoles, febrero 01, 2006
Bippics: La Librería Leibnitz
Precisamente cuando estábamos abriendo mente y corazón a la literatura, abrieron una librería en la colonia: la Librería Leibnitz, de Marco Antonio López Gallo, el más joven de la dinastía propietaria de “El Sótano”.
A diferencia del almacén de la Alameda, la Librería Leibnitz era pequeña, acogedora, alfombrada. Casi no tenía libros técnicos (y ninguno de texto). En cambio, muchísima literatura, algo de sociología, política, sicología, historia y economía; libros de arte y unos cuantos discos.
Marco Antonio amaba los libros más que el negocio, y estaba allí todo el día, contento de que algunos jóvenes rondáramos y, en ocasiones, leyéramos libros completos sentados entre los estantes. Ponía música clásica en su estéreo, y era como estar en una biblioteca de lujo.
A veces Marco Antonio me retaba a una partida de ajedrez. En otras ocasiones, llegaban amigos intelectuales de él. Por ejemplo, Jaime Augusto Shelley, poeta del grupo de “La Espiga Amotinada”, a quien Marco Antonio molestaba vendiendo sus libros a secretarias que lo confundían con Shelley, el poeta inglés del Siglo XIX, y le pedían autógrafos; Marco Antonio Montes de Oca, otro poeta reconocido, que tenía una galería no lejos de ahí; Argelio Gasca, Leopoldo Ayala (otro dueño de galería interesante: la Edvard Munch, junto al Cine Chapultepec, donde hoy está la Torre Mayor), Jorge Arturo Ojeda (quien con los años se convirtió en un vecino inocuo, pero siniestro en la colonia Cuauhtémoc); muchos pintores, de quienes sólo recuerdo a Octavio Gómez y Ladislao Mijangos. Un día llegó a comprar el maestro Arreola, también vecino de la Anzures. Y muchas veces, el más divertido de los jóvenes poetas de entonces: Alejandro Aura, un tipo feo, buena onda, culto y cotorrísimo. De una falsa lectura de cartas que le hizo Aura a Marco Antonio, aprendí a ser logoteta del arcano. Luego se me olvidó cómo, pero con mi esposa Taide lo reaprendí.
Marco Antonio me contrató para sustituirlo algunas tardes, pero no duré mucho en esa chamba. Un día llegó un tipo y me dijo que se le había ponchado su llanta. Me pidió cien pesos para ir a cambiarla, y me dejó las llaves en garantía. Había clientes y yo tenía que fijarme que no se volaran algún libro. También había una pistola cargada en el mostrador. Yo quería ver el coche que estaba en garantía. El tipo me enseñó un vocho estacionado enfrente de la librería. Fue, lo abrió, lo cerró y me entregó la llave. No volvió. El maldito vochito blanco no tenía seguro en la puerta, y sus cuatro llantas intactas. Mi vergüenza era tremenda al regreso de Marco Antonio, quien todavía fue tan amable de jugarse los cien pesos en un juego de ajedrez, que perdí, y de regalarme un libro magnífico cuando le pagué el dinero.
En la Leibnitz, Marco Antonio organizó los lunes de música latinoamericana, con un amigo colombiano suyo, que luego se hizo conocido: Mario Ardila. Eran veladas muy ricas, un recorrido pausado por la geografía y la historia musical del continente, a las que asistíamos una veintena de personas.
La música Latinoamérica, tradicional y de protesta, era algo nuevo para mí, pero desde hacía algunos meses no me era desconocida. Escuchaba en las noches Radio UNAM. Primero “La Respuesta está en el Viento”, con rock de primera comentado por conocedores (mis favoritos eran Luis González Reimann y Oscar Sarquiz, quien muchos años después haría de jurado-abuelo punk en La Academia); después “Letra y Música de América Latina”, en el que se combinaban canciones de cantautores del continente (era la gran época de las canciones de protesta y el folklorismo) con lecturas de lo mejor de la literatura hispanoamericana.
Si con los primeros conocía desde Roy Orbison hasta MC5, pasando por Moody Blues y John Mayall, con los segundos conocí, entre otros, a José Donoso, Pedro Mir y José Arguedas (y, claro, a Daniel Viglietti, Atahualpa Yupanqui y Violeta Parra).
Para mí eran programas excepcionales: formativos, ricos. Pero pienso que hoy esas mismas emisiones le resultarían lentas a un adolescente. Lo imagino: “¿Qué es eso de escuchar medio disco y luego diez minutos de comentarios de un sabelotodo? ¡Y lo otro! Te leen un cuento, o un pedazo de novela, que ya de por sí son una güeva, y luego te ponen canciones supertristes y bien politizadas”.
A diferencia del almacén de la Alameda, la Librería Leibnitz era pequeña, acogedora, alfombrada. Casi no tenía libros técnicos (y ninguno de texto). En cambio, muchísima literatura, algo de sociología, política, sicología, historia y economía; libros de arte y unos cuantos discos.
Marco Antonio amaba los libros más que el negocio, y estaba allí todo el día, contento de que algunos jóvenes rondáramos y, en ocasiones, leyéramos libros completos sentados entre los estantes. Ponía música clásica en su estéreo, y era como estar en una biblioteca de lujo.
A veces Marco Antonio me retaba a una partida de ajedrez. En otras ocasiones, llegaban amigos intelectuales de él. Por ejemplo, Jaime Augusto Shelley, poeta del grupo de “La Espiga Amotinada”, a quien Marco Antonio molestaba vendiendo sus libros a secretarias que lo confundían con Shelley, el poeta inglés del Siglo XIX, y le pedían autógrafos; Marco Antonio Montes de Oca, otro poeta reconocido, que tenía una galería no lejos de ahí; Argelio Gasca, Leopoldo Ayala (otro dueño de galería interesante: la Edvard Munch, junto al Cine Chapultepec, donde hoy está la Torre Mayor), Jorge Arturo Ojeda (quien con los años se convirtió en un vecino inocuo, pero siniestro en la colonia Cuauhtémoc); muchos pintores, de quienes sólo recuerdo a Octavio Gómez y Ladislao Mijangos. Un día llegó a comprar el maestro Arreola, también vecino de la Anzures. Y muchas veces, el más divertido de los jóvenes poetas de entonces: Alejandro Aura, un tipo feo, buena onda, culto y cotorrísimo. De una falsa lectura de cartas que le hizo Aura a Marco Antonio, aprendí a ser logoteta del arcano. Luego se me olvidó cómo, pero con mi esposa Taide lo reaprendí.
Marco Antonio me contrató para sustituirlo algunas tardes, pero no duré mucho en esa chamba. Un día llegó un tipo y me dijo que se le había ponchado su llanta. Me pidió cien pesos para ir a cambiarla, y me dejó las llaves en garantía. Había clientes y yo tenía que fijarme que no se volaran algún libro. También había una pistola cargada en el mostrador. Yo quería ver el coche que estaba en garantía. El tipo me enseñó un vocho estacionado enfrente de la librería. Fue, lo abrió, lo cerró y me entregó la llave. No volvió. El maldito vochito blanco no tenía seguro en la puerta, y sus cuatro llantas intactas. Mi vergüenza era tremenda al regreso de Marco Antonio, quien todavía fue tan amable de jugarse los cien pesos en un juego de ajedrez, que perdí, y de regalarme un libro magnífico cuando le pagué el dinero.
En la Leibnitz, Marco Antonio organizó los lunes de música latinoamericana, con un amigo colombiano suyo, que luego se hizo conocido: Mario Ardila. Eran veladas muy ricas, un recorrido pausado por la geografía y la historia musical del continente, a las que asistíamos una veintena de personas.
La música Latinoamérica, tradicional y de protesta, era algo nuevo para mí, pero desde hacía algunos meses no me era desconocida. Escuchaba en las noches Radio UNAM. Primero “La Respuesta está en el Viento”, con rock de primera comentado por conocedores (mis favoritos eran Luis González Reimann y Oscar Sarquiz, quien muchos años después haría de jurado-abuelo punk en La Academia); después “Letra y Música de América Latina”, en el que se combinaban canciones de cantautores del continente (era la gran época de las canciones de protesta y el folklorismo) con lecturas de lo mejor de la literatura hispanoamericana.
Si con los primeros conocía desde Roy Orbison hasta MC5, pasando por Moody Blues y John Mayall, con los segundos conocí, entre otros, a José Donoso, Pedro Mir y José Arguedas (y, claro, a Daniel Viglietti, Atahualpa Yupanqui y Violeta Parra).
Para mí eran programas excepcionales: formativos, ricos. Pero pienso que hoy esas mismas emisiones le resultarían lentas a un adolescente. Lo imagino: “¿Qué es eso de escuchar medio disco y luego diez minutos de comentarios de un sabelotodo? ¡Y lo otro! Te leen un cuento, o un pedazo de novela, que ya de por sí son una güeva, y luego te ponen canciones supertristes y bien politizadas”.
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