miércoles, febrero 16, 2005

Biopics: Augustinian Academy Blues

Ahora que está de moda eso de la inteligencia emocional, he de decir que mis padres no tenían mucha. O, en cualquier caso, les ganaba la ambición. Resulta que la escuela de Saint Louis, llamada Augustinian Academy, era un High School. En términos etarios, una prepa. Tratándose, además, de un internado, era un lugar al que recalaban muchos chicos problema. Para colmo, mi mamá les mostró a los curas mis calificaciones de la secundaria. Como resultado, en la escuela me pusieron como junior; es decir, en el equivalente, por edades, de segundo de prepa. Fue como caer de la sartén al fuego.
La obsesión elegante de mi papá había llegado a tal grado que no me pusieron en la maleta ningún pantalón que no fuera de vestir, ninguna playera, ninguna sudadera. Los tuve que comprar, de entrada, para poder jugar las cascaritas de tacleado que se organizaban después de clases, en las que me llevaba tremendas madrizas con tal de no ser llamado pussy. Tuve también que defenderme de acusaciones calumniosas, como la de que había sido yo quien ahorcó, con un nudo muy bien hecho, a la ardilla de mi compañero de cuarto.
El lugar era bastante pinche. Puros hombres; muchos con problemas emocionales; la mayoría, bastante violentos, y dispuestos a joder a los más pequeños (y yo era el más pequeño). Horarios rígidos. Curas rígidos también, para los cuales, por ejemplo, leer literatura no era estudiar (yo llevaba dos cursos: literatura americana y literatura inglesa, que me obligaban a leer más de un libro a la semana). Profesores con permiso para golpear a los estudiantes. Incluso con un bat de cricket. Comida gacha. Ambiente general hostil, en el que tenías que moverte como un animal en la selva. El lugar perfecto para que “me hiciera hombrecito”.
Poco a poco me fui acoplando al lugar, tejiendo alianzas, alimentando estrategias de supervivencia y haciendo descubrimientos de distinta índole.
Uno de los primeros grandes descubrimientos fue de pura suerte. Me llegó una propaganda del club de Columbia Records. Por un dólar me daban diez discos y luego tenía que comprar uno al mes “a sólo $5.99”, durante un año. Me pareció buenísima, e hice mi lista. Los discos que llegaron no eran exactamente los que yo pedí. Sí estaban el de Nancy Sinatra (This Boots Are Made For Walkin’), el de los Turtles, el de Association, el de Herb Alpert y los Tijuana Brass. Pero había otros, de unos desconocidos, que yo no había pedido: The Doors, Vanilla Fudge, Creedence Clearwater Revival, Cream. Los puse en mi tocadisquitos y entendí que estos cuates estaban más allá, en otro lugar de la realidad. En un lugar al que a mi cabeza y a mi corazón les gustaría llegar. Nunca recibí la correspondencia que me obligara a comprar otro disco, pero creo que, haciendo sumas, Columbia Records hizo un buen negocio.
Una parte de mis alianzas de superviviencia –por ejemplo con Dan Mulroy, un senior- se basaba en quienes compartíamos estos gustos musicales recientemente adquiridos por mí. La otra era más obvia, y consistía en juntarme con los otros mexicanos –en total éramos cinco- y presumir con ellos nuestras navajas suizas. De entre ellos, uno sería mi amigo, Jorge Salomón Azar, quien muchos años después fue gobernador de su natal Campeche.
Otro descubrimiento fue el billar eléctrico, que así se llamaban en aquel entonces las maquinitas de pinball. Íbamos a un lugar llamado The Do-Nut Shop, que estaba a dos cuadras de la escuela, y nuestra actividad principal era jugar maquinitas. Flying Chariots, Casanova, Ice Revue, The Heat Wave, eran los nombres de algunos de estos pequeños monstruos, a los que te costaba un güevo sacarles un partido extra. Perderse en los meandros de la bolita de metal, los bumpers y las luces servía, entre otras cosas, para olvidar a los curas, a los maestros con su bat de cricket y a los bullies, Era maravilloso jugar con esas máquinas, que no hacían tilt tan fácilmente: te parabas frente a ellas con las piernas muy abiertas, lanzabas la pelotita y empezabas a cogerte a la máquina; movías la pelvis, la cadera, bailabas con ella, le dabas sus arremetidas, la acariciabas, de alguna manera, a través de las palancas de bateo. Obtener un juego extra era como si la máquina te brindara su orgasmo. Llegué incluso a hacer un poema en inglés acerca de las máquinas (donde rimaba OK con pinball day). Sí, “Tommy” avant la lettre, pero a varios años luz de la inspiración de los Who.
A la Do-Nut Shop recalaban algunas chavas del barrio en el que estaba la escuela. South St. Louis era un barrio obrero, habitado principalmente por descendientes de italianos y alemanes. Eran chavas sin mayor atractivo, tristes y prematuramente aburridas de la vida. Por lo mismo, bastante dispuestas a experimentar. Como yo era muy chico, me quedaba como el chinito, “nomás milando”.
Eran los años en los que la guerra de Vietnam estaba en pleno. “Hay escasez de hombres”, decían las chavas, tal vez para justificar que anduvieran con adolescentitos. Al mismo tiempo, se percibía un ambiente de tensión social, jalada por diversas cuerdas. Las de jóvenes contra viejos y negros contra blancos eran las más visibles. The times, they were a-changing. Los rucos apoyaban la guerra (scalation); los chavos, no (descalation). Los blancos eran abiertamente racistas; los negros estaban patentemente encabronados. De hecho, en la vida cotidiana nadie se salvaba de su etiqueta racial, siempre derogatoria: nigger, spick, whap, pollack, kraut, hymie o wasp. Algo estaba crispado, se percibía… a hard rain is gonna fall.
Tuve dos peleas durante mi estancia en Augustinian. En las dos salí airoso, entre otras cosas porque jamás me metí con los más cabrones. Un viernes salí con Jorge Azar a jugar boliche. Al momento de pagar me di cuenta de que tenía sólo dos dólares en mi cartera. Alguien me había birlado los otros cinco de mi semana. Sólo podía ser Hutchins, mi nuevo compañero de cuarto, un freshman. Esa noche Hutchins no apareció en la escuela. Andaba enculado tras una chava y, al parecer, había estado por horas esperándola en su ventana. Como a él sólo le mandaban $2.50 a la semana, se había servido por su cuenta. Cuando regresó, el sábado por la noche, sin decir agua va, me lo agarré a madrazos. El factor sorpresa fue decisivo, porque lo arrinconé hasta que pidió tregua. Nos separaron de cuarto. A los pocos días lo cacharon robando en otra recámara y fue expulsado. La otra pelea fue brevísima y estuvo de risa loca. Era sábado por la mañana y estábamos viendo en la televisión a colores "American Bandstand", un programa que presentaba nuevos grupos de rock y soul. En un corte comercial, un gordo tejano al que le decían Tex, se levantó y cambió de canal, para ver una película de romanos. Ante nuestras protestas, dijo que no quería ver pinches niggers bailando. Me paré y fui hacia él, con el pecho por delante, muy a lo automovilista chilango, exigiéndole que retirara lo dicho. Tex reculó un par de pasos, yo le di un empujón y se cayó, estrepitosamente, sobre el codo, que se fracturó en tres pedazos. Fui generosamente felicitado, porque Tex era muy impopular.
Otra experiencia con el racismo fue el fin de semana que pasé en casa de Harry Leuer, un compañero que, si hubiera nacido antes, habría sido la inspiración para cuando Porky Pig la hace de granjero. Harry vivía en New Madrid, un pueblito al sur de Missouri. Desde la estación de camiones, se vio que sería un fin de semana diferente. Estábamos comiendo un hot-dog, esperando el bus, cuando a nuestra mesa llegó un negro chorreando sangre, tomó una botella de catsup, la estrelló contra otra mesa y salió a la calle armado con la botella rota. Lo seguimos y vimos, detrás de la puerta de vidrio, cómo se enfrentó a otro muchacho negro, más chiquito, pero más hábil, porque lo desarmó y le clavó la botella rota en el vientre.
Los papás de Harry fueron amables conmigo, pero estaban obsesionados con el rollo racial. La mamá me dijo que su sirvienta era inteligente, pero eso era una excepción entre los niggers (su marido y sus hijos eran estúpidos, dijo, lo que probaba la regla). El papá nos llevó al tiradero de basura, cerca del río Mississippi, a disparar al aire. Vio que un negro se acercaba a pepenar y, nada más por puntada, le disparó cerca. El hombre salió corriendo como alma que lleva el diablo y a Míster Leuer todo aquello le pareció muy gracioso. Yo estaba sacadísimo de onda y creo que Harry estaba apenado. Sus papás eran fervientes seguidores de George Wallace, el hiperracista gobernador de Alabama que se lanzaría poco después como candidato independiente a la presidencia de EU. De seguro han de haber interrogado al hijo para cerciorarse de que el spick que había invitado era blanco.
A otra casa a la que fui varias veces fue a la de los Alzola: el cuñado de mi tía Haydeé, su esposa y sus hijos, que vivían en Brentwood, Missouri. Refugiados cubanos. Una familia triste, con un padre triste, una madre tristísima, que no había aprendido una palabra de inglés en seis años, un hijo triste y tonto y otro hijo alegre, guapo, noviero y capitán del equipo de futbol americano de su escuela. Con ellos pasé thanksgiving y un par de fines de semana en los que el hijo alegre, Carlos, me llevaba de juego colegial a juego colegial de americano. El hijo mayor, José, iría poco después a Vietnam y al regresar se encontraría con que su esposa pedía el divorcio: se había casado con él en espera de la pensión de viuda militar. A Carlos decidieron enviarlo a España a estudiar medicina y esquivar la leva, pero ese mismo año murió en un accidente automovilístico. La mamá se volvió loca.
Los problemas que tuve con mis compañeros me hicieron solicitar un cambio de cuarto. Me fui al del rincón, en el último piso, que estaba junto al del profesor de español, el regiomontano Jesús Salinas, alias Jay Evertt, que era mi cuate. Recuerdo que usé su teléfono para la única cita que tuve en St. Louis, con Barbra, una chavita a la que me ligué en un baile. La llevé a bailar a un dance de la escuela (bailamos pegaditos hasta las rápidas) y luego le invité una hamburguesa. Me quedé sin quinto.
Ya he comentado que me hacían leer bastante literatura, para cimentar mi inglés. Creo que fue lo mejor de toda mi estancia. No pude con todos los libros, pero hubo unos cuantos que me fascinaron, todos ellos de contenido social y político. “Macbeth” de Shakespeare, “Los Viajes de Gulliver”, de Jonathan Swift (y otros grandes ensayos de él mismo), “Spoon River Anthology”, de Edgar Lee Masters, “Sister Carrie”, de Theodore Dreiser y “La Jungla” de Upton Sinclair.
Pero fue Jay Evertt quien me hizo leer algo que me estremeció hasta la médula: “El Llano en Llamas”, de Juan Rulfo. Conocí la descripción del triste pueblo de Luvina, donde no se consigue siquiera una cerveza tibia, con sabor a meados de burro; seguí la historia de Anacleto Morones, sus beatas y Lucas Lucatero, siempre tan invencionista; quedé intrigado por qué el hijo no le decía nada al padre, cuando los perros ladraban y el pueblo estaba tan cerca; y sobre todo, me atrapó la sorpresa de encontrar a Macario, el niño perturbado, lamiendo con deleite los senos de Felipa. Alguien no había olvidado a los marginados, los había rescatado tan de cerca que parecía que me estaban hablando al oído, con un lenguaje sobrio, rico, golpeado. O, como Macario, que lo hacían con sus pensamientos todos revueltos.
Las lecturas también servían para huir de un lugar que dejaba recuerdos imborrables. Recuerdo que hubo una serie de expulsados, por haber rentado una leonera, y que uno de ellos, Hammer, persiguió con un ablandador de carnes, con otro hammer, al padre Murphy. Recuerdo una discusión muy fea con el padre Leo, cuando le dije que ya no creía en la iglesia católica. A otro cuate, Kennedy, que partió a hachazos la puerta de su cuarto, cuando lo corrieron. A un tal Porta, alegrándose de que hayan “matado al nigger”, el día en que asesinaron a Luther King. A varios de los seniors viendo con preocupación el sorteo del día de nacimiento, que determinaba el orden del draft para ir a Vietnam (y a Tony Calcaterra quemando su draft card). Recuerdo a Douglas Helein, “La Loca”, tratando de seducirme. Una larga caminata con Azar, con hambre y bajo la lluvia, junto al río Mississippi. Días de euforia adolescente y días de llanto infantil. Recuerdo el olor de la madera vieja de esa escuela en Meramec St., que no duró muchos años más.
Para fin de año, hice el examen PSAT, que es de ingreso a las universidades gringas. Lo pasé, con resultados muy buenos en matemáticas e inglés; regulares en ciencias sociales y muy malos en biología. Decidieron que me iba a graduar con los seniors. Algo bastante absurdo, si me preguntan ahora. Yo accedí, como buen corderito.
Para más inri, mi mamá fue a San Luis para la ocasión, y me trajo una invitada sorpresa. Yo ya sabía que no sería quien yo soñaba, Patricia Corres, la vecina de enfrente, sino Patricia Preisser, la vecina de al lado. Ella me acompañaría al prom, el baile de fin de cursos. Renté un smoking blanco y en realidad la pasamos muy bien en aquella ocasión. Me sentí respetado por los grandes. Al día siguiente, me pusieron, como a los otros, una toga y un birrete de material sintético, cruzamos la calle y celebramos en la iglesia una graduación que, al menos en mi caso, era poco seria.
De San Luis fuimos a San Antonio, Texas, a ver la feria mundial. También estuvimos muy a gusto. No podía ser de otra manera: conocí la Linterna Mágica y llegué a tercera base con Patricia Preisser.

lunes, febrero 14, 2005

El cine de Alexandro Jodorowsky: dos críticas



Requisitos para disfrutar El Topo

Una tarde de mi adolescencia, mi amigo Víctor me dijo que tenía que ver El Topo, la mejor película de todos los tiempos. El la había visto el día anterior y estaba muy estusiasmado. A mí me encantaban las "Fábulas Pánicas" que publicaba Alexandro Jodorowski en el suplemento dominical de El Heraldo de México (un cubo que quiere convertirse en vaca y cosas por el estilo), así que fui con grandes expectativas.

La película está retacada de cosas. Es un artefacto cultural que deja a cada quien ser su propio intérprete genial del goulash que se le presenta. Es un filme que trata de asustar a la gente bienpensante, y que lo logra. Está lleno de sonido y furia (y docenas de litros de pintura roja), pero no significa nada. Quedan en la mente unas cuantas imágenes poderosas, unas cuantas frases, ya leídas en las "Fábulas". Y la sensación de haber sido sujetos de una transa fenomenal.

Cuando salíamos del cine, Víctor me confesó: "Está pinchísima, pero ayer no me dí cuenta. Me había tomado un ácido".

Esa es una condición específica en la que puedes gozar (y también cree que has entendido) El Topo. Otra, si te quedaste forever (es decir, pacheco de por vida). La tercera, y última, es que tu ego como intelectual sea tan grande que no puedas admitir que un artista de la falsificación te engañó como a un bebé de pecho.

El Topo (1970)
Dirigida por Alexandro Jodorowsky
Escrita por Alexandro Jodorowsky
Con Alexandro Jodorowsky, Brontis Jodorowsky, Alfonso Arau, Juan José Gurrola, David Silva




Subida al Monte Carmelo con Aderezo Surrealista

La Montaña Sagrada, de Alexandro Jororowsky está basada en Subida al Monte Carmelo, del místico español San Juan de la Cruz, uno de los parientes católicos más cercanos al new age y al budismo. Sólo que, en vez del Monte Carmelo, encontramos a Jodorowsky escalando las torres de Satélite, que resguardan los grandes centros comerciales, santuario de la clase media mexicana.Me parece maravillosa la idea de que, escondida en esas torres, hay una puerta al nirvana (los personajes no tienen un solo pelo, ya que han renunciado a su yo).

Las primeras escenas (la conquista de México: ranas contra lagartijas, en medio de la Basílica de Guadalupe) son extraordinarias; el final brinda alguna luz. En medio, el espectador obtiene el típico aderezo jodorowskiano: friquis, sangre, palabras sin sentido, todo puesto en una ensalada para hacerte sentir que estas viendo algo taaaan extraño y taaaan especial que eres uno de los "escogidos".

La Montaña Sagrada (1973)
Dirigida por Alexandro Jodorowsky
Escrita por Alexandro Jodorowsky
Con Alexandro Jodorowsky, Horacio Salinas, Zamira Sauders, Juan Ferrara, Adriana Page

¿Sabía Usted Que? (I)

Varias personas dicen que soy un compendio de sabiduría inútil.
Para probar que es cierto, inicio esta sección.

¿Sabía usted que Franz Kafka medía 1.82 y pesaba 61 kilos la noche del 21 al 22 de septiembre de 1912, cuando escribió "La Condena"?

¿Sabía usted que en el medioevo se creía que la sangre de cabrón podía cortar el diamante?

¿Sabía usted que la candidata del PRD a la gubernatura del Estado de México no se llama, como creíamos, Yeidkol Polevsky, sino Citlali Ibañez?

¿Sabía usted que en 13 de los partidos que inició Oliver Pérez en 2004, lanzó para un promedio de 3 carreras limpias o menos por partido, y aún así no los ganó -o incluso los perdió-?

¿Sabía usted que Angélica María, La Novia de México, nació en Nueva Orleans?

¿Y que Carlos Fuentes nació en Panamá?

¿Sabía usted que Belice alcanzó su independencia en 1981?

¿Y que Alvaro Uribe, presidente de Colombia, es en estas fechas el mandatario más popular del continente?

¿Sabía que San Valentín era un obispo que se enamoró de la hija de su carcelero?

¿Y sabía que el debut del grupo Botellita de Jerez fue en el estacionamiento del Auditorio Rafael Galván, del Sindicato Unico de Trabajadores de la Industria Nuclear?

¿Sabía usted que Alexandro Jodorowsky publicó su primera "Fábula Pánica" en El Heraldo de México el 4 de junio de 1967?

¿Y que la Revolución Bolchevique triunfó el día en que León Trotsky cumplió 38 años?

¿Sabía usted que John Lennon y Paul McCartney se conocieron el 17 de junio de 1958?

¿Y que George Best, el baterista Beatle que los productores sacrificaron para poner en su lugar a Ringo Starr, durante muchos años se ganó la vida como carnicero en Liverpool?

martes, febrero 08, 2005

Biopics 1967, besos y rimas

1967

El 9 de enero de 1967 era cumpleaños de mi papá, quien estaba todavía en el hospital. Yo tenía gripe. Al otro día la ciudad de México amaneció nevada: una ligera capa cubría toda la calle. Teresita me trajo una limonada caliente, sin azúcar. La probé y me disgustó. Era el pretexto que necesitaba para pelearme con ella.
Menos de una semana después, Carlos Contreras me dijo que yo le gustaba a Patricia Salá, una niña de mi edad que solía quedarse los fines de semana en casa de su prima Rosi, vecina de Milton. También me dijo que Patricia estaba en esos momentos en el patio de la casa de “El Cuñado”, en la calle Copérnico. A mí Patricia no me gustaba especialmente, pero la perspectiva de tener novia sí me atraía. Fui a la casa de “El Cuñado” y allí estaba ella, en el patio, esperándome. Me le acerqué y le dije: “Me gustas. ¿Quieres ser mi novia?”. Ella respondió, demostrando que era asidua de las telenovelas: “Este es el momento que he esperado toda mi vida”, se colgó de mis hombros y me dio un beso increíble, pasando su lengua dentro de la mía e invitándome a hacerlo yo también. Fue un beso largo, superagradable. Era padrísimo eso de tener novia. Me dio su anillo, que me quedaba a la mitad del meñique. Yo no le di, porque no tenía.
A partir de ahí, pasaba yo los fines de semana en casa de Rosi, besuqueándome con Patricia. José Luis también consiguió novia: Campanita, la hermana menor de Patricia. No sé de qué hablábamos. Creo que de nada. Pero nos besábamos y nos besábamos y nos besábamos. También las manos comenzaron su exploración. Patricia tomó la mía, que la apretaba por encima de la blusa y la posó debajo. Había llegado yo a segunda base. Era una sensación delicada y deliciosa. José Luis y Campanita nos imitaban. Esto quiere decir que él llegó también a segunda, pero la base de Campanita, quien sólo tenía diez años, no tenía colchoneta.
Como al mes y medio de noviazgo, los ruidos de la cascarita de futbol que se oían afuera de la casa de Rosi me empezaron a parecer más interesantes que los besos, los pequeños senos o las piernas de Patricia.
Un domingo, llegué temprano a casa de Carlos y me encontré a su hermana Concha y a Patricia maquillándole los ojos, de azul subido, a Ignacio Esteva, un flaquito al que habíamos conocido por los Pointers. Quisieron también maquillarme pero, quizá porque la idea me parecía demasiado atractiva, me negué. Mientras terminaban de pintar de mujer a Esteva, yo me bajé a jugar futbol en la calle. Esa tarde, en medio de los besos, Patricia me dijo que ya no quería ser mi novia. Le dije que estaba bien, le devolví el anillo y salí a integrarme a la cáscara. A las dos horas se hizo novia de Esteva. Como a los dos meses también tronó con él y desapareció para siempre.
Sólo supe de ella unos doce años después. La estaban entrevistando en la radio. Ella y Campanita eran las estrellas del ballet erótico de Olga Breeskin.
Habían pasado unas dos semanas de mi rompimiento con Patricia Salá cuando me llegó otro chisme. Esta vez de parte de la sirvienta. Yo le gustaba a Patricia Preisser, la vecina de al lado, de 11 años. Entre las sirvientas arreglaron una cita en la azotea. Era onda nomás de brincar para estar en la de su casa. Igual que con la primera Patricia, le pregunté al chilazo si quería ser mi novia. Igual me dijo que sí y me dio un anillo, sin obtener nada a cambio.
Con Patricia Preisser practiqué algo de lo aprendido con Patricia Salá, en una relación hecha a través de visitas furtivas a la azotea. Tampoco platicábamos de nada y el noviazgo duró hasta la aburrición mutua. Es decir, como un mes.
En la escuela, en tanto, yo destacaba en oratoria y declamación. Llegaba siempre a las finales de los torneos. La poesía siempre me gustó y me aprendí muchas de memoria, incluso partes de una versión del Mío Cid en español antiguo. En tercero de secundaria tuvimos ya, en vez de gramática, clases de literatura. El profesor era un español narigón, Juan Junoy. No tenía mucha sensibilidad, pero nos intentó enseñar la rima asonante y consonante, a contar las sílabas, a hacer versos con ripio, a armar una octava, una redondilla, un soneto o un romance (o corrido). Fui de los pocos que aprendió, y que pudo hacerle un corrido al director de la escuela por el día de su santo. No lo canté (evité, de esa forma, muchos abucheos), pero lo recité con acento norteño. Rimando Moliere con doquier, Ortuño con anduvo y hay con jajay, obtuve muchas risas del auditorio atestado y una calurosa felicitación del director.
El mismo padre Ortuño aconsejó a mis padres que no me inscribieran, el año siguiente, a la preparatoria. La diferencia de edad con mis compañeros era muy evidente. Lo sería más en la prepa, les advirtió.
Fue así que decidieron mandarme de interno un año a los Estados Unidos, para que mejorara mi inglés –elemental, entonces- y para que “me hiciera hombrecito”.
Pidieron varios folletos a la embajada y se decidieron por una escuela de San Luis, Missouri, que tenía una característica que le encantó a mi papá: los muchachos iban de saco y corbata a clases.